Daniel M. Olivera
Exageré, incluso antes de empezar a exagerar, porque es cierto: las cosas siempre pueden empeorar.
--Amy Hempel. "La cosecha"
Para Carmen Janín
Siempre he dejado todo para el último minuto.
Es cómodo; te deja el suficiente tiempo libre y la presión termina por obligarte a terminarlo todo. O a expulsarlo de tu sistema.
Durante la preparatoria y la universidad continué aplazándolo todo y no cambié con el tiempo. El día que los pulmones de mi padre se llenaron de líquido, el día que la mujer con la que iba a casarme decidió que era mejor irse del departamento después de romper mis valiosos juguetes de Star Wars, ese día también dejé todo para el último momento.
Incluso en aquella navidad en la que comenzaron a llamarme Baltasar.
Mi padre me escribió una nota antes de morir: “Deja las figuras del nacimiento en paz, carajo.” Se refería a la navidad del noventa y seis. Esas fueron sus últimas palabras.
Quiero contarte. Para ello, debo confesarme: obtengo un enorme placer de la exploración anal.
No, no soy gay pero debo admitir que me produce un enorme placer cuando algo, lo que sea, presiona mi próstata por detrás. ¿Lo has sentido?
Cuando era profesor en un colegio católico privado, una chica aprovechaba que su novia se encontraba en práctica de voleibol para acostarse conmigo hasta que los muslos me temblaban. Entonces ella aprovechaba mi momento de debilidad para introducirme violentamente uno de sus dedos por el trasero.
Si no lo has intentado es como si nunca hubieras cruzado por este mundo.
Se siente como si fuera una parte de tu cuerpo, pero no lo es. Uno no espera tener una cavidad tan grande dentro, pero es así. Vacío, por dentro, del lado del trasero.
Hay que admitir que mi exploración anal inició como una búsqueda espiritual. De verdad, no es broma. Mi familia me arrastraba cada domingo a misa, donde yo jugaba con un Game Boy cuando los Game Boy no conocían los colores. La misa no me llenaba, me sentía vacío, vacío como esa sensación en el trasero, pero en el alma. ¿Me entiendes?
Vi un documental. De esos alemanes. ¿Los has visto? Me encanta la voz del narrador que parece que habla con su propio acento. Ese acento no puede provenir de ningún país; pertenece exclusivamente a los habitantes de los documentales alemanes. “La zeelula”, “La sheeelula”, así lo pronuncian. En ese tiempo, incluso los teníamos que ver en la escuela y siempre tenía que hacer un resumen. Siempre intentaba hacerlo el domingo por la noche. Allí murieron muchos puntos extras, aniquilados por la desidia.
En fin, el documental que me inició en los misterios de la estimulación anal era uno que hablaba sobre la difícil vida de los indios banhasa. En el video, ellos preparaban un ritual de cambio de año. El narrador contaba cómo el sacerdote de la tribu introducía una serie de cuentas en su cuerpo, embadurnadas con la resina de una planta que le creaba experiencias místicas. El documental mostraba a unas mujeres banhasa moliendo las plantas en lugar del sacerdote con las cuentas colgándole de las nalgas.
Y créeme, si yo tuviera el suficiente valor habría embadurnado un dildo con alguna droga. Pero no puedo, me dan miedo las drogas. Bueno, así inicié la búsqueda espiritual que no encontré por medio de Dios.
Al inicio sólo era mi dedo y luego comencé a usar algunos instrumentos. Todos iban cuidadosamente documentados en una libreta que guardaba celosamente, forrada con papel de regalo de los X-Men. Qué cosa era muy grande, qué cosa era muy fría: ese tipo de notas.
No, no soy un pervertido. Cualquiera con el suficiente vacío interior podría llenarse con el mango de un desarmador, un pepino, una jeringa llena de leche… Sí, una figura de Star Wars. Boba Fett, para ser más exacto.
Para cuando llegó el invierno del noventa y seis, mi misticismo se había ido al diablo. Cada día buscaba mejores cosas con las cuales experimentar. Mientras ponía el árbol de navidad incluso llegué a mirar las esferas largas. ¿Sabes cuáles? Las que hacen de vidrio soplado y tienen una forma casi cónica. Imaginaba sintiendo dentro de mí tanta fragilidad, tanta delicadeza, y que por la excitación se rompiera dentro. Miles de cristales me inundarían. Tiempo después imaginaría a la chica del colegio católico sacando su dedo húmedo de sangre, con pequeños cristales incrustados en él.
Pero no. Algo debía haber por allí que sirviera para mis investigaciones anal-filosóficas. Algo. Era una ocasión especial. Mi familia no es muy unida; casi siempre los problemas de alcoholismo, las herencias, las infidelidades, hacen que no podamos reunirnos. Pero esa navidad, esa navidad específica, todos los tíos abuelos y sus respectivas familias vendrían a mi casa. Por ello habíamos comprado el árbol de navidad más grande, las esferas, las luces eran nuevas y la abuela había sacado sus figuras de porcelana.
Sí, su nacimiento era de porcelana. Brillante, liso.
El primer acto de esa navidad fue que mi familia se reunió para desenterrar la reliquia. Todos sostuvimos con reverencia las piezas del nacimiento por algunos minutos antes de instalarlas en el pesebre lleno de heno. Eran más antiguas que la abuela y costaban más que una televisión gigante.
Por varios minutos me quedé observando a uno de los reyes magos. Su turbante, su piel negra brillante, los bordes redondeados de la túnica. Acaricié las mejillas de Baltasar sensualmente, con la punta de los dedos.
Baltasar. Me preguntaba cómo se sentiría dentro aquella barbilla redondeada, cómo acariciarían las paredes de mi cuerpo esos hombros delgados y enjutos.
La dejé en el nacimiento, ya nos encontraríamos en la noche. Nochebuena, sí, nuestra Nochebuena.
Debo admitir que, aunque parecía fácil entre mis manos, la entrada de la figura del rey mago por mi trasero fue más difícil de lo que creí. Tuve que usar mucho lubricante y dolía un poco. A pesar de que los músculos del ano se habían aflojado bastante, no entraba con la suficiente delicadeza que yo creía en un principio. ¿Lo has intentado?
Es difícil relajar los músculos del ano pero es bastante posible con algo de práctica. Primero, piensa en tu ano: ten conciencia de él. Aspira, sostén un poco la respiración y llévala hacia abajo. Ahora concéntrate en ese movimiento que haces cuando vas a cagar. Abre, abre grande. A la mayor parte de las personas les cuesta trabajo por miedo a que salga algo de allí adentro: no te preocupes. Créeme, cuando uno abre no necesariamente sale algo.
Allí estaba yo, sacando y metiendo al rey mago mientras empujaba las cobijas con las calcetas blancas aún puestas. La mitad de Baltasar introducida casi hasta los brazos que sostenían la caja de mirra que recordaría la mortalidad a Jesús. ¿Sabías que hay personas que no saben qué es la mirra?
Terminé, dejé un charco enorme sobre las cobijas. Debo admitir que el enorme placer que había sentido casi compensaría lo que sucedería a continuación. El rey mago se negó a salir.
Nada. Por más que lo jalaba, dolía horrores. No salía.
Lo intenté durante más de cinco canciones del radio y no salió. El terror me comenzó a invadir. Me puse los pantalones como pude, aunque no subían por la figura de porcelana que sobresalía entre mis nalgas. Caminando como pingüino llegué a la regadera y, con agua fría y jabón, intenté que resbalara hacia el exterior.
Y salió. Pero no del todo.
El rey mago estaba decapitado. Parecía un corte limpio en su cuello. Sentía la pieza de porcelana dentro de mí: era pequeña. No molestaba tanto, pero el miedo fue suficiente para que yo perdiera también la cabeza. Fui al excusado y pujé durante casi una hora. El sudor frío y los escalofríos me reptaban por la espalda. Derrotado, regresé la figura decapitada a su lugar en el pesebre y me fui a dormir. Cuando tuviera que ir al baño, la figura saldría.
No pude dormir. Me atormentaba pensar en mi padre y el grupo de médicos que estarían mirándome el trasero cuando estuviéramos en la clínica. ¿De qué hablaríamos mi padre y yo mientras esperaba que unas pinzas me sacaran una cabeza del trasero?
—Y… bien… hijo… ¿Cómo va la escuela? —preguntaría seguramente.
Cada día comía como si esperara una hambruna después del año nuevo. Esperaba acumular poder para sacarme la cabeza del rey. Sobre todo intentaba alimentarme de cosas aceitosas y resbalosas que me ayudaran a expulsar la figura. La ventaja de esas fechas era la comida. Romeritos y bacalao a la vizcaína. Intenta alimentarte sólo de eso por algunos días; verás que la diarrea acude a ti en algún momento.
La abuela notó a su rey mago decapitado. Mi perro tuvo muy malos ratos como yo, antes de navidad. Para la Nochebuena yo no podía levantarme sin gritar de dolor. Sentía el vientre hinchado y abotagado. Creí que iba a reventar de un momento a otro.
Una buena suposición, por cierto.
Si algo se me caía, no podía agacharme a recogerlo. Mi madre atribuyó mi dolor a una congestión tan común en esas fechas: tan común como sobregirar la tarjeta de crédito. Para el anochecer, mi casa estaba llena. Incluso habían asistido familiares desde Estados Unidos sólo para la ocasión. Yo aprovechaba cuando mis tíos no me miraban para beber todo cuanto encontraba.
Estaba ligeramente ebrio para la cena.
Puedo decir que la culpa, y la salvación, la tuvo el hermano de mi madre: José, el de bigote y look como si hubiera escapado de una fotografía de los setenta. Siempre que me saludaba, agitaba mi brazo con fuerza y luego me golpeaba en el hombro simulando pelear. Era el tipo de tío que lucía cadenas de metal dorado sobre su pecho peludo y moreno.
Ebrio, adolorido, con dificultad para permanecer erguido: así me encontró mi tío José. Al ver que no reaccionaba a su pelea ficticia, me tomó entre sus brazos y me abrazó tan fuerte que mis pies se levantaron a varios centímetros del suelo.
Y en el último minuto, solucioné mi problema. Con un enorme y atronador sonido la cabeza del Baltasar salió. Mis pantalones y los de mi tío José eran una plasta de mierda líquida, sangre y trocitos brillantes de porcelana. Fue un alivio tan tremendo que ensucié mis pantalones, por segunda vez, esa noche.
Ya no he hablado con ninguno de los familiares que asistieron a esa fiesta. Si los llego a encontrar en la calle, prefiero dar media vuelta y esconderme. Sé que muchos de ellos me llaman Baltasar desde esa noche.
Mientras la enfermera me cosía mi culo anestesiado, mi padre me preguntó qué tal iba en la escuela.
El día que sus pulmones se llenaron de líquido, mi padre dejó de hablar y sintió que la muerte estaba cerca; todos sus familiares le preguntaron por Baltasar. Nadie recuerda ya mi verdadero nombre.
La figura de porcelana dejó una cicatriz tan grande como una moneda dentro de mi intestino. En un reencuentro con la chica del colegio católico, ella descubrió ese pequeño bulto arrugado dentro de mí y logró sacarle el provecho necesario.
Por mi parte, aún dejo todo para el último día. En mi departamento he colocado el nacimiento hasta el día de navidad y casi lo pospongo hasta año nuevo. No lo habría puesto si no hubiera encontrado un nacimiento perfecto este año. Me agrada. Es muy bonito y pequeño. Pero lo que me encantó es que está elaborado únicamente con figuras de jabón esculpido. ¿Lo has sentido?