El canto de la roca

Daniel M. Olivera

I

Una vez que el vocero terminó su mensaje, comenzaron a degollar a los militares.

Román dio un sorbo a su cerveza para no observar la masacre; no podía creer que alguien pudiera grabar algo así con tanta sangre fría. David no apartó la mirada mientras mordía su taco de suadero. Todos los presentes deberían guardar un silencio sepulcral como respeto a las quince personas que se desangraban frente a ellos: eso sería lo correcto.

Una muchacha rió estruendosamente en la mesa de al lado acompañada por las carcajadas de sus amigos. Atrás, una botella vacía cayó al piso sin romperse.

Apenas terminó el video, el ruido en el bar se intensificó. En el otro salón tenían una lista comunitaria a todo volumen con el tipo de música que suelen cantar, a viva voz, las personas ebrias. Los dos físicos habían ajustado el audio de su mesa para captar las noticias.

Román se limpió las manos con la servilleta y acabó con lo poco que quedaba dentro del tarro.

–¿Leíste lo de 67P?– David ya estaba ebrio y empezó a remojar una papa a la francesa dentro de la cerveza. Román siempre podía reconocer cuando su amigo había bebido demasiado; llevaban demasiados años embriagándose juntos, mucho antes de que aparecieran sus primeras canas.

–No, que cosa. ¿El cometa?

–Si, el paper de investigación. ¿Te lo envié? No recuerdo– sacó el ansible, encontró el archivo y lo arrojó al de Román con rudeza innecesaria. –Allí está.

–No esperas que lo lea ahora mismo, ¿verdad?

La mesera llegó para preguntarles si deseaban algo más. Algo olía delicioso pero Román no pudo distinguir si era la chica junto a él o la comida en la cocina: también estaba ebrio. Su amigo pidió una Modelo rauchbier, Román una de abadía.

Una orden de campechanos para cada uno.

Les gustaba ese lugar: la comida era barata, las meseras eran hermosas y estaba a menos de treinta minutos de la universidad. Nadie los reconocía allí, ninguno de sus alumnos. Tenían red de paga y, aún así, casi siempre ponían listas de noticias en los monitores.

En menos de diez minutos, ya había más alcohol y carne frente a ellos.

–Ah, te decía. El Philae. El primer módulo en aterrizar en un cometa, ¿si? Bueno, volvió a encenderse. Hace unos treinta o cuarenta años. Pero eso no lo sabíamos; no se encontraba en rango para las transmisiones. Unos días atrás, la AEI lo detectó pero ya no responde a ninguna orden. Aún así…

David, sin más, se metió el último taco entero a la boca. Nada de salsa o limón.

–¿Aún así?

–Lo único que hace es trasmitir. Hace un ruido muy extraño, similar al que detectaron en aquel tiempo. La oscilación.

–Ya veo– Román mordió la punta de su pulgar. No recordaba ningún sonido en esa misión a pesar de que, en su clase, un equipo de alumnos había tenido que exponer ese aterrizaje.

La ionización, seguro.

La mesera volvió una hora después. David insistió en pagar y antes de que Román pudiera protestar, ya había pasado el ansible por la terminal. Propina incluida.

En la pantalla de Román brillaba la notificación del archivo recibido.

–¿Y por qué me das esto a mí? Yo me dedico a la espectroscopia.

–Creí que te interesaría. Ayúdame a levantarme. Oh cielos. No podré manejar a casa. Ayúdame. Bueno, creí que podrías ayudarme a mostrar algo de esto en la semana de la ciencia, ¿qué dices?

Román cargó por el brazo al coordinador del área de física y lo llevó hasta paradero de taxis, un paso detrás de otro. Coyoacán era, todavía, uno de los pocos lugares tranquilos en toda la ciudad.

No se lo diría, pero Román pagaría su taxi con el ansible de David aprovechando la situación.


El tráfico era insoportable en la supervía de Insurgentes pero la vista, esa mañana clara y fría, desde esa altura, era magnífica.

El aire de febrero aún congelaba los dedos. Los conductores ya se habían resignado y nadie sonaba la bocina de sus automóviles. Román tenía tiempo suficiente. Conservaba la costumbre de llegar temprano a su cubículo por si alguien requería asesoría con los temas de su clase: eso nunca había pasado.

Apagó el motor y encendió el ansible.

La actualización desde repositorio había tardado casi treinta segundos; debía cambiar a red de pago, la libre era extremadamente lenta.

Unhemlich había liberado a la venta su nueva lista musical. Román la compró inmediatamente para tener algo nuevo que escuchar hasta su llegada a la UNM. Pensó en las muecas que hacía su hija cada que él compraba listas de grupos así de clásicos. «Música de viejitos». Jack Dorian tocaba un magnifico solo de guitarra similar al que tocaba al inicio de «God’s pet».

En la pantalla tres flotaba el archivo de David.

El artículo era del MIT y ,afortunadamente, estaba en inglés: al viejo estilo. Miró con desdén el video del abstract.

El tráfico comenzó a moverse un poco. Reencendió el automóvil y avanzó tanto que casi llegaba hasta el estadio viejo. Si tenía suerte, podría llegar al nuevo estadio y suficientemente rápido hasta la facultad de ciencias. Desde allí ya podía poner el automático.

El artículo traía algunos esquemas tridimensionales comunes, un par de reconstrucciones y varios diagramas de Havoc. Los datos revelaban que, en verdad, ninguno de los instrumentos del Philae funcionaban. La tecnología era tan rudimentaria que, posiblemente, un niño podría activar el penetrómetro únicamente con su ansible y una antena apropiada.

Había una comparativa de las ondas a 40 milihertz con la actual trasmisión en 20 hertz.

Eran similares.


Era de noche cuando Román regresó a casa. Ana Luisa había preparado un caldo de cereales que era perfecto para el frío de ese día.

Era lunes, ella terminaba de dar clases mucho antes que él.

–Estás muy callado. ¿Pasa algo?– Román se dio cuenta que había estado mirando el plato vacío de caldo por varios minutos sin decir palabra alguna. Sofía, su única hija, jugaba un shooter de guerra en un ansible pequeño.

–Nada. Lo siento. ¿Preguntaste algo?

–Decía que si podías llevarme mañana. Habrá una manifestación y no me va a dar tiempo de llegar– Ana lanzó una gélida mirada a su hija del otro lado de la mesa. –Sofi. Sofi, ¿no puedes dejar eso para después de comer?.

–Ya voy, ya voy. Deja mato estos y ya– era claro que el caldo se enfriaría antes de que ella lograra eliminar a los terroristas del juego. Román se sirvió algo del guisado: tenía el sazón del supermercado.

La esposa de Román comenzó a llevar algunas cosas de la mesa al fregadero.

–Sí. Puedo llevarte, pero Insurgentes estaba hoy tan lleno que tendremos que salir una hora antes. Y estoy bien, nada pasa.

–¿En qué piensas?

–Nada, es solo que… hay una trasmisión proveniente de un cometa que no me he podido quitar de la mente.

Ella dejó el plato sucio que llevaba entre manos, se inclinó sobre Román, lo rodeó con sus brazos y le dio un tierno beso en la nariz.

–Siempre has sido igual– tenía una enorme sonrisa en los labios y podía notarse claramente lo hermosa que había sido en el tiempo en que se habían conocido. –Pensé que estarías preocupado por las noticias y resulta que tienes un cometa en la cabeza.

Román se frotó el mentón: ya debía cambiar de rastrillo.

Su esposa dio un manotazo a la mesa que hizo que la vajilla protestara.

–Sofía. Come ya. O te lo voy a quitar.

–Sí sí, ya casi, ya casi.

La familia de Román siempre se reunía en la sala al final de la comida. Intentaban estar juntos, en un mismo espacio físico, aunque cada quien tuviera los ojos en su propio grupo de pantallas. La mayor parte de las familias se dispersaban como fantasmas autistas, charlando con personas más allá de las paredes de sus hogares.

Román volvió a las gráficas que había estado observando todo el día en sus ratos libres.

Las oscilaciones que había emitido el Philae se le antojaban extrañas porque no parecían caóticas. No parecían ser producto de la ionización. Tampoco explicaba por qué la sonda reproducía esas vibraciones en un rango de sonido audible.

La pantalla seis le recordaba que tenía varios pendientes en que trabajar para el día de mañana. Ninguno era urgente. Abrió el espectrograma tridimensional que tenía adjunto el artículo y lo aumentó tanto como pudo.

Había silencios demasiado regulares. El ansible preguntó si quería escuchar algo de la lista de reproducción mientras trabajaba.

Un par de ondas en el espectrograma se repetían varias veces en la transmisión sin intervalos regulares. Luego encontró otro pico en la gráfica que hacía par con algunos más adelante.

Y luego otro.

Eso lo emocionó tanto que saltó del sillón y comenzó a caminar a lo largo de la sala. Su familia estaba acostumbrada a ello, sucedía cada que él «necesitaba pensar» así que ni siquiera se inmutaron.

En el audio del artículo sólo se podía escuchar una reverberación horrible y sin sentido. Román, por alguna razón, no podía pensar otra cosa que eso, fuera lo que fuera, era parecido a la música.

II

Román debió pensar mejor las cosas antes de prestarle a Sofía su automóvil. Ahora, no sólo tenía que enfrentarse a los horrores del metro matutino, también tenía que pagar la costosa y estúpida caja de velocidades además de las reparaciones.

La línea de Huixquilucan a Ciudad Universitaria era de las que más afluencia tenía y, para colmo, era la más lenta.

Román no podía siquiera sacar un libro para leerlo de camino, pero tampoco era necesario que se sujetara del tubo ya que la gente lo rodeaba por completo. Alguien apestaba a gasolina, un olor que él no soportaba y le provocaba el vómito. Su pensamiento voló hacia los cómodos sillones del viaje a Kyoto donde el shinkansen viajaba a quinientos kilómetros por hora.

Los altavoces anunciaron que se acercaban a la estación Cuajimalpa. En el vagón, las personas se tensaron al saber que serían empujadas por aquellos que intentarían subir. Esa era una de las estaciones más llenas del recorrido por ser transbordo.

Un poderoso estallido reventó en llamas en el primer vagón.

Hubo un frenado de emergencia. Las personas cayeron unas sobre otras: Román aterrizó sobre una mujer que cargaba un niño en sus brazos la cual se había golpeado bruscamente contra un pasamanos. Las luces se apagaron y hubo otro estallido tan violento que cada uno de los pasajeros lo sintió como si algo hubiera estallado en el interior de su pecho.

Las puertas se abrieron. La gente gritaba como si quisiera arrancarse las anginas con el aliento. Afuera, en la estación, todo era humo. Las tomas de emergencia llovieron sobre aquellos que estaban en el andén. Todo mundo se empujaba para salir del vagón lo antes posible.

Entonces se escucharon disparos.

Román abrazó su morral de cuero y salió como pudo entre la multitud que, como reses asustadas, corrían siguiendo a la persona que tenían enfrente. Sacó un pañuelo y se lo puso en la cara; todo estaba inundado por un humo denso y negro que escocía los ojos.

Un hombre gordo pasó arrollando todo lo que tenía en el paso; casi logró que Román perdiera el equilibrio y sus lentes.

«Revolución y libertad» sonaron unos gritos en el vagón del frente.

Se escuchaban tiros de ametralladora y fusil. La multitud se arrojó al piso. Román nunca había escuchado un arma y le pareció como si tronaran cañones. Un bebé se desgarraba en llanto en el oído de Román quien fue arrastrándose hasta uno de los pasillos de salida del andén. Todos se apretujaban en los corredores como una manada de ñus al escapar de los leones.

Huían, aplastando salvajemente a aquellos que yacían en el piso, muertos por la estampida.

Como pudo, Román llegó hasta medio anden. Entre la nube negra notó que una puerta del vagón había reventado como su fuera una lata de aluminio. Un brazo sanguinolento yacía tendido desde el vagón.

En un rincón, una mujer indígena gritaba. Román se acercó a ella para auxiliarla pero ella se aferraba su saco, diciendo algo en su lengua y señalando algo en el vacío. Se desangraba. Tenía un trozo de lámina incrustado en el vientre tan hondo que faltó poco para que la dividiera en dos partes.

Desde atrás, un militar lo tomó por la ropa y lo alejó de la mujer. El militar lo levantó como si fuera un niño pequeño y lo arrojó hacia la fila de personas que avanzaban agachados. Un cerco de militares conducían a las personas hacia la salida.

Un par de drones de noticias pasaron zumbando cerca de la cara de Román, capturando su expresión de horror.

Había perdido los lentes.


–Doctor Ahmad, aquí tiene el café.

–Si, gracias. Tráele también algo para los nervios. Un bolillo, yo que sé.

La secretaria cerró con cuidado la oficina de David. Román estaba tendido en su sillón y, cuando David le entregó la taza llena de café, derramó la mitad debido al temblor en sus manos.

David se quitó el saco y lo puso en hombros de su amigo que estaba tan blanco como una hoja de papel.

–¿Quieres que contacte con Ana Luisa?

–No, por ahora no. –Román sintió que su voz era aún más aguda de lo común y se sintió avergonzado. Un par de lágrimas escurrieron por sus mejillas. –Deja que dé su clase en paz. Ya cuando termine le dices que aquí estoy. A salvo.

–En cuanto puedas caminar te llevo a la enfermería. Esos sustos hacen daño. Por ahora, tengo que ir a la secretaría académica, rápido. Tú quédate aquí. Aquí estás seguro. Cualquier cosa que necesites, Elba te lo trae, ¿si? Intenta dormir un poco.

David salió de su oficina, murmuró algunas cosas a su secretaría y cerró la puerta.

Román dejó el café en el escritorio sin beber una sola gota. Veía pequeñas luces que le nublaban la visión y a ratos lo dejaban ciego. Sentía nauseas. Posó sus ojos en un mapa de constelaciones que su amigo tenía colgado en la pared de su oficina. Las rodillas le dolían y la cabeza le punzaba. Necesitaba su otro par de lentes de repuesto pero los había dejado en la casa.

Se derrumbó en un llanto espeso, amargo y silencioso del cual no brotaban lágrimas.


El fármaco lo tenía completamente relajado sobre el sillón de su casa. Le habían puesto una compresa tibia sobre los ojos.

–Tu jefe habló. Se entró de que estuviste en el atentado de Cuajimalpa. –Ana Luisa, su esposa, le había traído algo de té negro; lo sabía sólo por el olor que desprendía. –Dice que si quieres tomarte un par de días, que está bien. Él se encarga de pedir los permisos por ti.

Sofía le acariciaba el cabello a su papá, tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Román comenzó a molestarle toda la situación: estaba vivo y no estaba herido.

Aún así, por lo poco que sabía, los videos mostraban que el atentado había sido devastador. El número de muertos ascendía a unos trescientos aproximadamente. La mayor parte de ellos eran civiles.

–Estoy bien, estoy bien. No pasa nada. Mañana iré al trabajo. Solo hay que recordar que las calles están muy peligrosas en estos tiempos. Eso es todo.

–Ay papá. Si yo. Si no hubiera. Tu coche. –Sofía comenzó a llorar de nuevo. Aún con la compresa en los ojos, levantó una de sus manos para secar las lágrimas de su hija.

–Todo está bien. Anda, déjame ir al baño.

Román se levantó de golpe y la sangre se le agolpó en la vista. Caminó hasta su estudio donde se refugió hasta bien entrada la noche.


La luz estaba apagada. Román jugaba con el modelo tridimensional del cometa que proyectaba el ansible en la pantalla dos. Lo hacía girar como un cubo rubik.

Lo hacía estrellarse contra la discusión y las conclusiones del artículo.

El misterioso sonido tal vez era un indicador de la composición del cometa o algún campo que él no podía ver. Imaginó a von Fraunhoffer mirando las líneas oscuras en el espectro sin saber qué eran.

Ana Luisa entró a su estudio, descalza. Ella esperaba encontrarlo dormido en la su silla y con la boca abierta como tantas veces había pasado. Pero allí estaba, pensativo, mesándose la inexistente barba.

Ana tomó la manta de bebé que colgaba del perchero y le cubrió los hombros.

–¿Qué le pasa a ese cometa?

–Canta. Me gustaría saberme la melodía.

Ella introdujo sus delgados dedos en el cabello de Román el cual se estremeció con gusto. Ana Luisa giró las pantallas del ansible de Román hasta encontrar una antigua copia de una página de internet de la NASA.

–Tal vez necesitas una piedra de Rosetta.

–¿Qué?

En la avenida pasaron automóviles lejanos cómo solo se escuchan altas horas de la noche. Ana Luisa tenía exactamente los mismos labios Román había besado cuando tenían un poco más de veinte años.

Él no recordaba que la misión Rosetta hubiera vuelto con muestras geológicas.

–La piedra de Rosetta fue lo que usaron para saber cómo debían leerse los jeroglíficos egipcios antiguos. Era una roca con una inscripción tallada. Sin ella, posiblemente no sabríamos nada el antiguo Egipto.

Hubo un instante, un rayo que pasó por la mente de Román mientras miraba en silencio los ojos de su esposa.

–¿Y cómo sabes eso?– el labio inferior de Román tembló un poco. Sentía que debía de tener varios moretones de cuando huyó del metro en llamas.

–Pues, yo leo mucho.

Su esposa cerró uno de sus ojos, puso un dedo en los labios de Román y salió con agilidad del estudio no sin antes de lanzarle una mirada felina.

III

El monoriel de la línea nueve los llevaría directamente dentro del área de sociales. Un grupo de chicos sentados frente a ellos olían a sudor y lodo. La biblioteca central lucía mas pequeña de lo que Román recordaba.

–Xenolingüística

–¿Sabes cómo se va a ver que dos señores canosos lleguen preguntando por alguien que les pueda resolver sus dudas acerca de hadas y ovnis?– Román había logrado arrastrar a su amigo al área de sociales. Era una trampa: David pensaba que iban por chilaquiles. Los escritorios de ambos se desbordaban de trabajo. –Suena como algo sacado de una mala novela de ciencia ficción. Como algo de Sarah Konigsberg o de Kilgore Trout. Recuerdo cómo veías esos viejos episodios de Star Trek cuando nació Sofía y te ponías insoportable. Apuesto a que la idea la sacaste de Star Trek.

–Te aseguro David que, si esto resulta, vas a aparecer en tantas listas de video que vas a estar asqueado de verte en los monitores durante un tiempo.

–Claro. «Catedráticos de la UNM pierden el seso y son recluidos en el sanatorio Ermita antes de que se bañen en sus propios excrementos. Se le atribuye a una sobrecarga de trabajo e intentar resolver el fallo del teorema Weintraub-Hoyt». Vaya que vamos a salir en listas de video. Ya lo creo.

Faltaba una estación para llegar. El monoriel se abrió en la antigua escuela de medicina. Nadie bajó.

Román tenía un moretón que le recorría desde el hombro hasta las costillas por lo cual le costaba tomarse del tubo con la mano derecha.

–Sí saqué lo de la xenolingüistica de Star Trek

–Lo sabía– dijo David antes de bajar del monoriel.


Una secretaria los llevó por un pasillo pequeño y de techo bajo el cual tenía puertas cada seis pasos. En la puerta cuarenta y dos se detuvieron. Ella abrió y entraron.

–Esperen aquí. Él vendrá pronto. ¿Puedo ofrecerles algo de beber?

Ambos físicos se dejaron caer pesadamente en el sillón de cuero. Así estaban bien o tal vez un poco de agua, por favor. En cuanto la secretaría salió, ambos recorrieron la oficina con la mirada.

Una máscara maorí de madera descansaba sobre una blusa de los extintos purépechas. Un largo tablón tenía varios kanjis trazados con pincel de pelo de conejo. Había un gif enmarcado que cada cierto tiempo mostraba a un joven cantando con un griot de Senegal, luego posando frente a la Ciudad Prohibida y partiendo maíz con los nahuas de la sierra. Un búmerang decorado estaba colgado de la pared y un porongo para mate se secaba sobre un trapo.

–¿Cómo se llamaba ese arqueólogo? El del siglo XIX, el que siempre destruía los templos.

–Indiana James– afirmó Román con seguridad mientras se acomodaba el elástico de los calcetines.

–Ese. ¿Es algo así este señor?

La puerta se abrió y entró un anciano calvo cuyo aspecto y postura tenía similitud con las tortugas. Parecía tener más de ochenta años pero se veía más fuerte y entero que los dos físicos desparramados en el sillón. Con torpeza Román y David se levantaron del asiento para extenderle la mano.

–¿El doctor Samperio? Buenas tardes. Él es el doctor David Ahmad, coordinador de la licenciatura en física. Yo soy Román Salvador, contacté con usted la semana pasada. ¿Recuerda?

–Claro, claro– la mano del lingüista se sentía suave y blanda. Era de un blanco marmóreo.

Samperio usaba botas de minero y un overol de granja. Sin embargo, traía puesta una camisa perfectamente almidonada y un suéter verde limón que lucía, a simple vista, muy caro.

En algún momento su bigote debió ser similar al del héroe en las películas de vaqueros pero había perdido su gloria y lucía lacio y decaído.

–Tomen asiento, caballeros. ¿En que puedo ayudarles?– algo en su voz hacía pensar que todo él estaba construido de madera antigua endurecida en altamar.

–Doctor, no se cómo plantearle esto. Necesitamos que identifique una lengua.

–Muy bien– el anciano lingüista se dio la vuelta y con movimientos lentos extrajo sus lentes de su estuche. –¿De qué parte del mundo la tomaron?

–Ese es el problema, doctor. Creemos que no procede de este planeta.


Era la cuarta vez que el doctor Samperio escuchaba la grabación de la interferencia. Estaba sentado, con los nudillos entrelazados y las piernas cruzadas como si fuera alguien escuchando a Vivaldi.

De vez en cuando, hacía un par de anotaciones en un viejo ansible. Román lo observaba fijamente buscando una expresión de sorpresa. David jugueteaba como un muchacho con una esfera rompecabezas.

Al final, cerró los ojos y Román temió que se hubiera quedado dormido.

–No creo poder concluir nada por el momento. No se escucha más que ruido. Ruido hermoso, ciertamente. Pero ruido al fin y al cabo.

–En caso de que lográramos obtener palabras de ese ruido. ¿Serían traducibles?

El doctor rió como lo haría una puerta mal aceitada.

–No. Tal vez. No lo sé. Las cosas no son únicamente como introducir un aparato o un pez mágico en la oreja y esperar que las cosas se traduzcan automáticamente. Bueno, tal vez sí. Si fuera una lengua humana, hay esperanza de traducción.

–¿Si no son humanos, no podemos saber qué dicen?– preguntó David quien ya había logrado armar la esfera rompecabezas y la dejaba en el escritorio. Román nunca había entendido por qué su amigo solía ser tan malo en topología.

–Verá, el lenguaje, el pensamiento en sí, tiene componentes biológicos además de los sociales. Todo humano habla sin que importe su inteligencia o su fisiología. Ya tenemos identificados los genes que lo permiten, las áreas del cerebro involucradas y los mecanismos mentales que intervienen en el lenguaje humano. El análisis ya permite que nos aproximemos a las estructuras y formas de lo que quiere decir un hablante de una lengua desconocida antes de tener contacto con su cultura. Además, si usted lanzara un mensaje embotellado al mar, ¿no lo haría lo suficientemente claro como para que alguien lo leyera?

–Muchas sondas han llevado mensajes. Las sondas de las Voyager.

Samperio se inclinó hacia Román y lo examinó de pies a cabeza.

–Siempre es saludable el escepticismo en la investigación. Usted, ¿de verdad cree que sea un mensaje? Yo dudo mucho encontrar algo en ese ruido. Los humanos tendemos a querer interpretar el significado de cualquier signo que tenemos frente a nosotros, sea pertinente o no.

–Nosotros tampoco creemos que sea un mensaje– respondió David con rapidez aunque Román balbuceó torpemente. –Queremos eliminar la posibilidad. Pero, piénselo, piense lo que significaría si mi amigo tiene razón.

–Sería muy relevante.

–Muy relevante.

Samperio apoyó una mano sobre los labios. Su bigote anticuado cayó suavemente sobre sus nudillos. Miraba el techo de su oficina, como buscando una señal del cielo.

–Está bien, los ayudaré. No puedo dedicarme de tiempo completo pero he tenido hobbies así de extraños.

–El idioma artificial que usted creó para la serie Enano Rojo: devastación. ¿No?

El lingüista miró a Román por encima de los anteojos como un adulto que observa a un niño pequeño que acaba de decir sus primeras groserías.


La investigación con ayuda del lingüista llevaba ya un par de meses. Samperio salió de la sala de profesores en sociales, apoyándose pesadamente en un bastón.

–Tenga cuidado, son tiempos difíciles.

Román se quedó mirando las anotaciones a mano que habían sido colocadas en su ansible. Había esperado más de tres semanas para leerlas.

Aunque ya habían podido aislar sonidos de la transmisión, no había nada concluyente aún en el análisis.

Se pasó las manos por el rostro y le picó la barba blanca que apenas le nacía. Se preguntó si no había llevado todo demasiado lejos.

Román era un fan absoluto de la ciencia ficción, así había sido siempre desde su juventud. Aun así, nunca había creído en los ovnis, ni en las visitas alienígenas, ni en las religiones basadas en contactos extraterrestres. Sin embargo, tenía muy claro que la vida en otros planetas no solo era una posibilidad: era una realidad.

Suspiró. Dudaba que él lo hubiera visto primero. ¿Por qué la agencia china no lo había notado? ¿la NASA? ¿la AEI, la Europea?

Salió de la sala de profesores del área de sociales. Compró un café: siempre aprovechaba comprar café fuera de su facultad. El café de ciencias nunca era tan bueno como el de sociales. Excepto en química.

Química era el rey del café universitario.

Tal vez se estaba volviendo viejo y loco. Una piedra cantante venia con el mensaje que la humanidad había esperado por siglos.

Una piedra le hablaba.

Se sentó en una mesa del área común la cual estaba completamente vacía. No quería abrir las listas de noticias: le deprimían cada vez más. En el documento de Samperio había una pequeña nota que decía que había encontrado cierto sonido que aparecía en una sucesión constante: tres, cinco, diecisiete, doscientos cincuenta y siete y más de sesenta y cinco mil milisegundos.

Román dejó a medio beber el café y salió de la facultad mirando fijamente las notas. No deseaba tomar el monoriel: quería caminar y pensar exactamente en todo lo que tenía ante él.

En cinco minutos de marcha, el panorama cambió. La facultad de economía era la más grande dentro del área de sociales, pero estaba vacía. Los botes de basura en la entrada ardían en llamas y unos automóviles estaban derribados boca arriba.

Una fila de militares cuidaba el edificio.

A lo lejos, se escuchaban los gritos de una mujer y varios cristales que se rompían uno tras otro. Román guardó el ansible y atravesó por las jardineras rogando por que nadie lo hubiera visto caminando por allí.

IV

Ya se había anunciado el vuelo a Montreal. La primavera había iniciado en México pero ellas traían unas enormes chamarras para protegerse del frío que creaba aire acondicionado del aeropuerto.

Ana Luisa se mordía el labio y sus cejas estaban contraídas de preocupación. Sofía abrazó cálidamente a Román y besó sus mejillas llenas de barba bicolor.

–Por favor, no tardes.

–No. No. Te lo prometo. Estaré con ustedes en cuanto termine el trabajo.

–Te amo, papá.

Sofía fue por su equipaje de mano para dar tiempo a que sus padres se despidieran.

–Conecto contigo en cuanto lleguemos. Es un viaje rápido.

–Si, por favor. ¿Ya llevas los boletos?

–Todo está aquí. Nosotros te esperamos allá dentro de tres semanas, no lo olvides.– Ana lo abrazó con tanta fuerza que parecía que quería sacarle todo el aire y llevárselo como recuerdo dentro de sus pulmones. –¿Por qué no vienes? Ya ni siquiera hay alumnos para darles clase.

–Tengo que quedarme. Estoy tan cerca de encontrar algo.

Ana besó a Román antes de que pudiera decir algo más.

–Te amo.

En cuanto se separaron, ella no volteó a verlo ni una sola vez. Sofía se acomodó su mochila morada al hombro y todo el camino hasta la sala de espera fue despidiéndose agitando la mano.

El saco de lana de Román lo hacía sudar. Los monitores del aeropuerto le devolvieron su imagen en la que parecía un vagabundo limpio.

Al salir de la sala internacional, tuvo que pasar por tres retenes en los cuales tardó cerca de quince minutos a pesar de que no había fila de espera. Cada retén era la salida de una cerca de malla apostada a cien metros de la anterior con torres de guardia y francotiradores vigilándola.

Al final, cruzó la fortaleza de hierro que habían colocado los militares alrededor del aerepuerto. Los últimos guardias le indicaban con sus rifles de asalto que debía de retirarse de esa área.

Corrió hasta su automóvil y condujo lo más rápido que pudo para alejarse de allí.

Volvieron a detenerlo en la base militar del Bosque de Aragón. Hicieron que se bajara del auto y pasaron a un perro de guardia a oler el interior de su vehículo mientras lo pasaban por arcos rastreadores.

Avenida Oceanía estaba cerrada ya que tres MG50 bloqueaban el paso.

Mientras aceleraba por Cuitlahuac la lista de reproducción tocó un concierto en vivo de Unhemlich donde Jack Dorian pedía paz por México. Ordenó al ansible cambiar una lista de música clásica al azar. Ella Fizgerald cantó que lo importante no es lo que uno hace sino la forma en la que uno lo hace. Dio vuelta por Insurgentes.

Las alertas del auto se encendieron justo antes de llegar a Tlatelolco.

Frente a él había varias barricadas construidas con los escombros de paradas de camión y camionetas de refrescos. A lo lejos, alguien disparo directo a su vehículo agujereando el asiento del copiloto. Román soltó todas las groserías que se sabía mientras daba vuelta a su automóvil lo más rápido posible.

Hacía dos días que Buenavista era una de las bases, lo había olvidado por completo. Se alejó lo más rápido que pudo hacia el Casco de Santo Tomás donde la vida parecía un poco más tranquila aunque no pudo ver ni un alma caminando por las calles.

Varios helicópteros militares sobrevolaron su vehículo como una parvada de la muerte cuando cruzó Marina Nacional. Uno de ellos volaba lo suficientemente bajo como para que viera a los soldados sentados frente a dos FG-38 de cañón giratorio, uno de cada lado, listos para reventar lo que les pusieran enfrente.

Louis Armstrong cantaba desde el ansible la forma en la que se maravillaba de la belleza intrínseca de este mundo.


David tenía un Solaris M III. Una de sus pantallas podía simular un pizarrón de metro y medio de largo. Para matar el tiempo, poco calcularon las condiciones que se requerirían para descubrir un nuevo mensaje.

Churiumov-Guerasimenko tenía una órbita de seis años y medio pero las condiciones similares al descubrimiento tardarían más de treinta años en lograrse.

Román no podía calcular una derivada en esos momentos. No es que la hubiera olvidado, simplemente no podía.

La zona de cubículos del área de sociales estaba vacía como un cementerio.

–Debió costarte mucho esta cosa.

–En tiendas están en ciento cincuenta mil.

–Es más barato de lo que pensé.

–En estos tiempos, hay cosas que se consiguen ya sin dinero.

David tenía mal aspecto. Le habían cortado el suministro de agua hacía unas semanas. Su familia se encontraba a salvo en Buenos Aires.

–Deberíamos ir a Coyoacán a beber.

–Está cerrado. No solo el local, las calles aledañas están cerradas. Esa zona fue tomada después de la masacre de Huejotzingo. Dicen que la fuente de los coyotes está sepultada en cadáveres.

–Qué lástima.

El bastón de Samperio descansaba inerte sobre su escritorio. En la oficina ya no había ninguno de los objetos exóticos y fabulosos que habían visto en su primera visita. Ni libros. Todo había sido empacado y enviado lejos de allí.

Alguien tocó a la puerta. Un hombre pequeño de cabello rizado se asomó desde la puerta.

–Siento que tuvieran que esperar. El doctor dejó esto para ustedes.

Román tomó una serie de hojas de papel engrapadas y un sobre. Hacía mucho que no veía papel real en sus manos.

–En papel, ese viejo anticuado– ni Román ni el mensajero hicieron algún comentario sobre el comentario de David. Siempre intentaba ser gracioso en situaciones tensas.

–Gracias. ¿Cómo se encuentra él?

–Mal. Muy mal. Tiene los labios azules y no puede hablar más. EPOC, fallo renal, ya sabe. El hospital cuida de él pero sus parientes han comenzado a despedirse.

David comentó algunas cosas más con el mensajero. Román se dejó caer pesadamente en la silla de cuero acolchado. Los papeles estaban mezclados: algunos a mano, otros eran impresiones y otros eran electrónicos. Algunos de ellos hacían referencia al mensaje de Arecibo y a Carl Sagan como Román lo había sugerido. También había una demostración de cómo la onda contenía, de cierta manera, referencias a los números de Fermat.

El paquete contenía un documento en papel electrónico de más de trescientas páginas. Samperio había creado un método extremadamente complejo para traducir lenguas desconocidas por medio de cálculos matemáticos.

Y le había dejado todo por escrito a Román.

El último papel, el más pequeño y frágil, contenía el boceto de lo que podría ser la traducción del mensaje. Estaba escrito con una letra temblorosa y enferma. En varios sitios la pluma había agujerado el papel.

Román leyó con cuidado el mensaje. Lo leyó despacio y al terminarlo, volvió a leerlo con rapidez. Revolvió las hojas de papel para intentar encontrar en ellas la confirmación de que lo que leía no era un engaño.

Leyó una vez más el mensaje.

Las lágrimas recorrieron su rostro.

David y el mensajero quedaron en silencio al ver la expresión de Román. Con incredulidad, David tomó los papeles y repitió los mismos pasos que había hecho su amigo.

Las lágrimas escurrieron hasta la enorme sonrisa que tenía David en los labios.

El mensajero, un becario de Samperio, preguntó que era lo que sucedía. Los físicos le contaron a grandes rasgos que sucedía en ese momento y le hicieron leer el mensaje.

Después de unos instantes, los tres lloraban y reían como idiotas. Román sentía una enorme sensación de bienestar en el pecho. Se abrazaron con sonoras palmadas en la espalda.

–Señores, esto es, posiblemente, lo más hermoso que haya leído en toda mi vida.


David conducía como endemoniado por los circuitos de UNM. El tráfico era prácticamente inexistente en Ciudad Universitaria en esos días.

Él era un coordinador sin nadie quien coordinar en ese momento. No le importaba chocar o destruir la dañada propiedad universitaria.

–Eres muy lento. Cada que terminas una investigación tardas casi lo mismo en redactar el paper. Además eres malísimo escribiendo en chino, inglés o francés.

–No puedo sacar un artículo así como así. Ni siquiera puedo entender bien el método de Samperio. Entiendo qué hizo pero no cómo lo hizo. No tengo las bases. ¿Qué podría decir en la investigación?

–¿No lo entiendes? Un mensaje así podría terminar con todo esto– dijo, señalando la sección de la reserva ecológica que había sido incendiada junto con varios vehículos de seguridad. –Debemos de convocar una conferencia, una rueda de prensa. Lo que sea. Antes de que algo más estalle. Déjamelo a mí.

–Deberíamos digitalizar los documentos.

–Luego. Ya habrá tiempo.


Se reunieron en el auditorio Brian P. Schmidt de la antigua zona de institutos. No había estudiantes o académicos entre los asistentes. Varios militares se encontraban en las butacas con armas reposando sobre sus piernas.

Había, por lo menos, unos treinta reporteros de las principales listas de distribución de noticias. La mayor parte de ellos eran de canales no profesionales.

El gobierno de Finlandia les había ofrecido asilo para terminar su investigación. En cuanto terminaran la rueda de prensa, saldrían en vuelo hacia allá.

Román cortó la comunicación que tenía con su familia en Canadá al tiempo que David subía al proscenio del auditorio. El silencio invadió la sala.

Su amigo dio una rápida revisión al por qué habían llamado a prensa y por qué la premura de la conferencia. Varios drones de información sobrevolaban a David registrando sus mejores ángulos.

Román temblaba.

No era un temblor visible pero era claro su nerviosismo. Dentro de él, pensaba que lo mejor era estar seguros, hacer varias pruebas antes de hablar. No podía recordar cómo era que se había metido en todo esto. No entendía por qué tenía que hablar ante esas personas armadas y no ante un grupo de académicos que haría preguntas pertinentes.

Odiaba las prisas, odiaba tener que hablar y salir corriendo del país.

Por su mente pasó la mujer indígena que moría frente a él en la explosión del metro a la cual él no había podido ayudar por no entender su lengua.

Subió ante la audiencia. No hubo un solo aplauso.

Las luces y lás cámaras estaban sobre él. Abrió la presentación y un monitor gigantesco en el fondo del auditorio comenzó a mostrar lo poco que había podido redactar esa mañana.

La primera parte era una presentación breve de 67P y Philae a inicios del siglo XXI. Frente a él, las notas de Samperio reposaban en un pequeño atril. Las acarició con la punta de los dedos para darse fuerza y continuar.

La presentación tenía que mostrar lo suficiente para que los que vieran las notas de prensa supieran lo que habían encontrado pero no tanto como para que alguien se adelantara en publicar una investigación similar.

–El mensaje, evidentemente, no es de origen terrestre.

Por un momento pareció que todas las personas dentro del auditorio retenían la respiración. Algunos tenían el rostro de alguien que acaba de recibir una moneda falsa.

Otros estaban absolutamente fascinados.

–Antes de continuar, permítanme leerles lo poco que el doctor Javier Samperio logró traducir del mensaje transmitido por medio de la sonda Philae.

Román dejó el control del monitor en la mesa y se dirigió al atril para tomar el minúsculo trozo de papel. La puerta del auditorio se abrió repentinamente con mucho ruido. Todos los asistentes giraron el rostro hacia los que habían llegado.

Siempre se había preguntado que sentían los personajes en las películas cuando iban a morir o como se veía que le apuntaran con un arma desde el punto de vista de los actores.

La situación se le antojó tan irreal que, por un segundo, se sintió dentro de una obra de teatro.

Como si dios mismo aplastara con su dedo el auditorio, Román vio el destello en el arma del terrorista y, casi al mismo tiempo, la luz ensordecedora que le arrancó ambas orejas y parte del cuero cabelludo.

Su espalda chocó violentamente contra el enorme monitor el cual cayó pesadamente sobre los reporteros. En las butacas sonaban disparos de rifle pero Román no podía escuchar absolutamente nada, tan sólo veía las flamas que salían de los cañones y el humo.

El auditorio estaba en llamas. Tenía ciego un ojo y, cuando se llevó la mano al rostro, solo sintió una masa gelatinosa y húmeda donde antes se encontraba su carne.

El miedo se apoderó de Román.

Todo su cuerpo comenzó a convulsionarse sin control y el dolor le cortaba la razón. David llegó corriendo hasta él. Algo le gritaba pero Román no podía escucharlo. Sentía el cuello y el pecho húmedos y pegajosos.

–El mensaje. El mensaje.

Román balbuceaba pero David no podía entenderlo ya que brotaban burbujas oscuras de su boca en lugar de palabras. La ropa de David estaba rota y una enorme esquirla de metal le había desgarrado por completo el hombro y parte del brazo.

El auditorio era un caos de gritos y disparos de ambos bandos. Casi todos los corresponsales yacían muertos en la primera línea de butacas.

‒No, no, no. Román. Román. Levántate.

El único ojo que le sobraba a Román viajaba de un lado a otro convulsivamente. Levantó su mano ennegrecida y carbonizada para ver el trozo de papel que se había quedado pegado a su piel quemada.

Allí, con la letra de Samperio, solamente se podía distinguir una palabra de todo el mensaje.

Ambos amigos lloraron y se despidieron entre el caos y los disparos.

‒No te entiendo‒ dijo David cuando Román le balbuceó algo inentendible.

Después de eso, Román tosió sangre y dejó de respirar.

David golpeó el piso con impotencia y salió corriendo, aprovechado el refugio de los disparos que le ofrecía el monitor caído. Antes de salir, lanzó una última mirada al cadáver de su amigo que yacía en la mitad del escenario.

Entre los dedos de Román sólo había una palabra.

Y esa palabra única era esperanza.