Daniel M. Olivera
Regresaron a casa para descubrir que nada quedaba salvo un obelisco que decía haber sido alzado en su memoria hacía 173 años. -- Edward Gorey, "La bicicleta epiléptica"
Ambas hermanitas parecían muñecas vivientes que cargaban a otra muñeca pequeña, de porcelana. El ama de llaves tuvo que cerciorarse de que no fueran maniquíes con funcionamiento de relojería cuando llegaron a la casa. Pellizcó con fuerza las mejillas de Ofelia, la niña mayor, en cuanto cruzó el portón de la mansión.
—Me gustaba más la hacienda —dijo Ágata, la hermana menor, mientras le daba el biberón a la muñeca.
—No sé por qué tenemos que cambiarnos tanto de casa —dijo Ofelia lanzando una miradilla de reojo hacia el capitán que bebía café de un jarro en la otra habitación.
La cabeza de la muñeca cayó por accidente, y el rostro se le rompió igual que una máscara.
Ágata despertó a su hermana Ofelia; quería dormir con ella. Tenía miedo. Había extraños ruidos en su habitación.
—Creo que hay alguien que me vigila mientras duermo —dijo Ágata.
Al meterse entre las cobijas de su hermana lo que más sorprendió a Ágata fue que uno de los listones del cabello de Ofelia fuera de un color totalmente diferente a los que traía por la tarde.
No tardaron mucho en quedarse dormidas. Durante la noche ambas despertaron al mismo tiempo y creyeron ver a la señora Reig vigilándolas desde la ventana, aunque pudo ser un sueño.
Mientras se vestían tuvieron la extraña sensación de que eran vigiladas por las pinturas de la casa. Ágata encontró el listón de Ofelia en la azucarera; ella se sorprendió ya que no se había dado cuenta del cambio.
Cuando bajaron las escaleras, el ama de llaves escondió algo que comía y giró asustada hacia las niñas.
—No podemos hallar al capitán en toda la casa –se quejaron las pequeñas, frotándose los bracitos con las manos.
—Seguramente fue a la plaza —dijo el ama de llaves tragándose el bocado—. Desde que dejó la mar se va a la plaza cuando quiere fumar un poco sin interrupciones.
Escépticas, las niñas decidieron ir a buscarlo aunque sabían que el capitán no fumaba.
Las calles estaban llenas de una espesa neblina y caían motas de polvo del cielo. Todo estaba vacío y silencioso. Podían escuchar claramente el ruido de sus tacones al caminar.
—No puedo ver ni la casa de enfrente —dijo Ágata asustada.
Cuando se encaminaron rumbo a la plaza, una urraca o algo graznó a lo lejos.
—No es saludable que ustedes, niñas, estén afuera con este clima tan desagradable —les dijo don Augusto, removiéndose los goggles de viaje y empujando su bicicleta—. Deben tener cuidado, ni siquiera yo puedo ver más allá de mis bigotes. Puede ser peligroso para ustedes.
—Tendremos cuidado, señor. No se preocupe —dijeron las niñas al unísono.
Cuando se retiraron, una rosa blanca cayó del gorro de Ofelia. Don Augusto la recogió y la guardó en un bolsillo, cerca de su corazón.
Las niñas, al pasar frente a la recaudería de don Munguía, escucharon un extraño y monótono canto coral en su interior. Al entrar, encontraron el lugar desierto y descuidado. En la pared había un mensaje tallado bruscamente en la madera del que únicamente se alcanzaban a distinguir estas palabras: “Erbis… ter… pupa… statua… 6933”.
—Ese mensaje no solía estar aquí —dijo Ágata pasando los deditos por las letras.
Por la ventana vieron correr a la profesora Pretel, que miraba frenéticamente al cielo y agitaba su sombrilla con furia. Desapareció tan rápido en la niebla que las niñas no supieron si en verdad había sucedido.
La señora Reig se encontraba dentro de su casa. Las vigilaba con las manos aferradas a las rejas de hierro que rodeaban su propiedad como si se encontrara en una prisión. Les gritó a las niñas advirtiéndoles algo o intentando asustarlas. Ellas, cuando la vieron, corrieron lo más rápido que pudieron para alejarse, pues temían que las persiguiera. La señora únicamente se agitaba sin poder despegar las manos de los barrotes.
Cuando se alejaron, escucharon varios azotes de un látigo, uno tras otro.
Al llegar a la calle de Forjadores, el pueblo se acababa inusualmente. Un páramo se extendía y no sabían dónde terminaba debido a la espesa niebla.
—¿Dónde estamos? Esta calle debería llevarnos por todo el pueblo hasta la plaza —mencionó Ágata completamente confundida.
—Tal vez nos perdimos o tal vez haya que continuar —dijo Ofelia pellizcándose la nariz con expresión pensativa.
Al frente en el páramo escucharon las campanas de la iglesia que se encontraba en la plaza. Se escuchaban tan lejanas y distantes que pensaron que se habían equivocado de camino y habían salido del pueblo sin querer.
Se abrocharon el último botón de los abriguitos y continuaron la marcha.
Algo pasó volando frente a ellas: era una sombrilla negra, abierta. El viento la llevaba rodando. Tenía en sus alas un símbolo dibujado en rojo, pero no pudieron ver de qué se trataba.
—Mira, allí está alguien —dijo Ágata señalando la sombra de una persona a lo lejos.
Caminaron hacia la persona que parecía alejarse. Creyeron reconocer a don Augusto o posiblemente al capitán, pero ninguno de los dos se parecía a la sombra que seguían.
Cuando lograron darle alcance, se dieron cuenta de que era un gran árbol frondoso completamente seco.
L’heure sombre.
—¿Qué debemos hacer? Este no es el camino correcto —dijo Ofelia sentada en las raíces del árbol.
—¡Mira! En el árbol hay algo —dijo Ágata asombrada al ver una cosa que pendía de las ramas. Un muñeco de trapo colgaba del cuello con una fuerte soga. Tenía una rosa blanca clavada en el pecho, cerca de su corazón.
—Deberíamos bajarlo —dijo Ofelia conmovida por el pobre muñequito que colgaba del árbol.
—No puedo, está muy alto —dijo Ágata saltando y estirando los brazos.
Intentaron bajarlo por todos los medios posibles pero no lo lograron. Finalmente se rindieron. Se despidieron del muñeco agitando las manitas y tomaron el camino que las había llevado hasta allí.
Cuando se alejaban del árbol, Ofelia creyó escuchar un lamento o el crujir de la cuerda y las ramas. Pero cuando se detuvo a avisarle a Ágata, ya no se escuchaba nada.
Comenzaba a oscurecer. La niebla parecía haberse vuelto negra. El polvo que caía era oscuro y crujía cuando lo pisaban. Parecía que el sol había dejado de brillar.
—¿Será ya tan tarde? ¿Estará anocheciendo? —se preguntó Ofelia en voz alta.
—Es mejor volver a casa antes de que sirvan la merienda —señaló Ágata mientras apuraba el paso.
Caminaban sin dirección, esperando que al menos se estuvieran alejando de aquel lugar. Únicamente podían verse entre ellas y el suelo que pisaban. Se tomaron de las manos para avanzar y no perderse.
Ágata creyó escuchar pasos que caminaban al mismo ritmo que ellas.
A lo lejos se movía erráticamente una linterna. Al aguzar el oído lograron reconocer los gritos de don Munguía que buscaba desesperadamente a alguien. Creyeron oír que gritaba el nombre de la profesora Pretel una y otra vez.
Luego escucharon en esa misma dirección el graznido de la urraca, luego otro y otro y otro y un gran batir de alas. Entonces cesaron los ruidos y la luz de la lámpara.
—¿Qué le habrá sucedido? —preguntó Ágata, asustada, mientras apretaba la mano de Ofelia.
—Este no es nuestro pueblo —se quejó Ágata mientras se sentaba en las piedras de los muros de las ruinas que habían encontrado. Tomó una piedrita y la arrojó a una pileta vacía que estaba empotrada en uno de los muros.
La neblina volvía a ser blanca y el cielo se había aclarado.
—A pesar de eso, el lugar me parece familiar —indicó Ofelia mientras acariciaba la mejilla del querubín de piedra que servía agua en la pileta—. Estoy segura de que este podría ser nuestro pueblo. O eso creo.
A lo lejos el ama de llaves las observaba, oculta entre las rocas negras, reptando en los escombros como una salamandra. Las niñas, cuando lograron verla, no hicieron el esfuerzo por llamarla y la ignoraron.
—Es una plaza —dijo Ofelia ante el gran espacio que se abría ante ellas.
Era una gran plancha empedrada, de forma circular, con varias casas en ruinas a su alrededor. Incrustados en el suelo de piedra había rieles de bronce que dibujaban círculos y elipses. En uno de los extremos había un kiosco con techo de cristal ahumado. En el otro, una estatua de un militar vigilaba el kiosco fieramente como para defenderlo de alguna invasión.
—Esta estatua se parece mucho al capitán —dijo Ágata rodeando la estatua.
—Cierto. Incluso tiene el mismo nombre que él —dijo Ofelia girando en sentido contrario a su hermana.
Rodearon una vez más la estatua y se dirigieron al kiosco. Descubrieron que el dibujo del vidrio ahumado era de mariposas color café que volaban por el cielo.
—¿Ágata? Ágata, ¿dónde estás? —preguntó Ofelia mientras se tallaba los ojos y se levantaba. Junto a ella estaba el gorrito cubierto de gardenias de Ágata, pero ella no estaba cerca.
—¡Ágata! —gritó la niña mientras se apoyaba en el barandal del kiosco. La niebla era tan espesa que no podía ver si la otra niña estaba por allí. Creyó ver que la estatua parecía cubrirse el rostro con las manos y que su pedestal había desaparecido.
El cielo estaba oscuro, como si hubiera anochecido.
La puerta tenía en su interior unas escaleras que parecían llevar dentro del kiosco. Ofelia comenzó a bajar con pasos temerosos. Los escalones estaban resbalosos y demasiado inclinados.
Con el pie pateó lo que le parecieron unos goggles para protegerse del viento. Las paredes estaban surcadas por arañazos en el cochambre. También había varios dibujos y palabras escritas por todos lados. En el interior del kiosco sonó una voz que podría ser la de Ágata, aunque también podría ser el eco de una urraca graznando afuera.
Ofelia no salió del interior del kiosco.
Nunca se volvió a saber de ella o de su hermana.