Daniel M. Olivera
De todos los autómatas que ha conocido la humanidad, aquel que ideó Darío Marcheselli era, posiblemente, el más extraordinario: el ingenio conocido como “la máquina de escribir”.
Mi primer encuentro con Marcheselli fue en Tánger durante un viaje de investigación que realicé en Oriente Medio en busca de nuevos hallazgos que aportaran luz sobre el oscuro proto-indoeuropeo. Marcheselli se mostró interesado y entusiasta por mis conocimientos en filología así que continuamos la charla en su casa y la acompañamos con una serie de copas de coñac, lo cual llevó la conversación a extremos bizantinos.
—¿Y qué diría acerca de la ubicación del lenguaje dentro del cerebro, doctor? —En cuanto oí su pregunta, recuerdo haber derramado el resto de mi copa, con torpeza, sobre mi camisa. Él me tomó del hombro y ambos reímos a carcajadas.
—Mire, Marcheselli —me limpié las lágrimas de los ojos y, aún riendo, me dejé caer pesadamente en un sillón; me sentía más mareado de lo que esperaba—. Hasta el momento nadie, pero nadie, ha podido abrir un cerebro y decir: “¿Ven esos puntos? Son las palabras.” No. Si es que el lenguaje existe como objeto, debe estar en algún punto del alma humana.
Él ya no estaba riendo en lo absoluto. Me observaba con intensidad desde su asiento: su nariz ganchuda y sus ojos claros de pupilas diminutas le hacían parecer un ave de caza que miraba a su presa. De un salto fue hacia su escritorio y me extendió, con pulso tembloroso, una hoja de papel.
—Lea, por favor.
Tomé y miré la hoja durante unos instantes ya que me costaba enfocar la vista.
Era un documento mecanografiado con torpeza. Entre más avanzaba el texto, más errores encontraba, hasta el punto en que las líneas se volvían completamente ininteligibles.
—¿Y si le dijera que el lenguaje está en nuestra misma carne? —la voz de Marcheselli era grave y oscura, como proveniente de un contrafagot—. Electricidad, doctor. Electricidad que cruza nuestra mente. Ahora mismo lo hace. ¿Qué opina? ¿Qué opina del texto que acabo de darle?
—Parece una crónica. Cuenta la vida, en un solo día, de un sastre local. Usted aparece como personaje, por cierto. El estilo es pobre y está terriblemente mal escrito. Al final son tantos los errores que parecería que quien lo mecanografió oprimía las teclas al azar.
—¿Qué cree usted que dice al final? La línea final…
—Me parece que “Gloria a Dios” —dije titubeante. Marcheselli estaba tan emocionado que la respiración le fallaba. Aunque era calvo de la coronilla, hizo el ademán de acomodarse el cabello. Luego se relajó.
—Doctor —me dijo—, creo que se hace tarde. Me encantaría que esta velada continuara pero necesito que venga aquí mañana, alrededor de las seis de la tarde. Tengo algo maravilloso que mostrarle.
No recuerdo cómo logré regresar a la posada donde me hospedaba. Sólo sé que fui deslizándome por las paredes de los estrechos callejones y escaleras de todo Tánger, hasta que mi traje quedó completamente cubierto de cal y arena.
Al día siguiente dudé mucho en regresar a la casa de Marcheselli. Tenía una resaca terrible y mi piel estaba increíblemente reseca. Además, desde la mañana me había acompañado un presentimiento, un malestar, que me hacía sospechar que no era buena idea regresar a verlo.
Llegué a su casa pasadas las seis de la tarde: me recibió con una alegría inusitada.
Vestía un delantal de cuero; me condujo hasta el sótano. Las habitaciones me parecieron aún más oscuras que el día anterior. Nos detuvimos ante una cortinilla raída y sucia que apenas estaba iluminada.
—¿Recuerda el texto que le di ayer? Déjeme presentarle a su autor.
Cuando Marcheselli descorrió la cortina, allí estaba el prodigio.
En un enorme vitrolero flotaba un cerebro humano del que colgaba un breve trozo de columna vertebral; era como una medusa nadando en perfume. Desde la médula y otras áreas del cerebro se ramificaban alambres eléctricos que salían de la extraña pecera y se desparramaban en todas direcciones.
Afuera, conectados con más alambres y pinzas, había algunas baterías eléctricas gigantes, un generador de mano y un par de manos humanas cortadas y ensambladas a una barra de bronce. Las manos estaban colocadas sobre una máquina de escribir de la misma manera que lo haría una persona al mecanografiar un texto.
En ese instante uno de los dedos tuvo una breve convulsión, como la que tendría un hombre electrocutado, y presionó una tecla.
—¿Qué es todo esto? —pregunté con horror.
—Al principio lo intenté con monos, doctor. Cabezas de mono. Seguí la idea de Descartes: los animales no son más que autómatas. Pero sólo logré una serie de alaridos sin ninguna palabra reconocible. —Marcheselli cerró la puerta del sótano con la barra y, desde atrás de un mueble, sacó una pesada hacha de leñador.— Después lo intenté con humanos, cerebros humanos. Debían ser cerebros frescos, vivos, no de cadáveres. Ante la dificultad de mantener los pulmones vivos para reproducir el habla, decidí usar este método.
Me alejé a toda velocidad, buscando otra salida. Arrojé al suelo varios de los frascos y objetos que había en el laboratorio pero fue en vano. Las manos del muerto pisaron otra tecla mientras Marcheselli, con un tajo de hacha, me arrancó una de las manos.
Caí de rodillas, intentado detener la hemorragia y llorando de dolor.
—El texto que leyó ayer lo produjo mi autómata con un cerebro fresco. Sin embargo, el cerebro se degrada con facilidad. Como ve, el proceso de escritura es increíblemente lento. En cierto momento, el cadáver comienza a escribir incoherencias y a teclear palabras sin sentido. Hay algo extraño: siempre escriben la misma línea antes de detenerse.
Tomé un estilete para intentar defenderme, pero de una patada me lo arrebató.
—Los textos son burdos ya que usaba a criminales y mendigos. Pero me preguntaba qué sucedería con un hombreede letras elq sta accostumbr a rflll sobr el lenguj. ent, gghh… aaaKal gffyee, hel.ayudd. Marchhttff corttagg meegg. a a ugffllah13hss… glr aDio.