Daniel M. Olivera
Para Julio Santamaría
La selva estaba maldita; ya no había duda. Algo tan hermoso pero tan mortal no podía pertenecer al reino del señor. Todo estaba vivo: incluso lo muerto. Habíamos perdido veinte hombres por las fiebres y otros deliraban sobre sus caballos. Yo aplicaba bálsamos en las llagas que se formaban bajo la armadura de los soldados, pero nada parecía calmar los ardores.
El capitán Valdéz del Castillo nos ordenó detenernos y el tintineo de las armas cesó. A lo lejos, en los árboles, escuchábamos horribles aullidos de alguna criatura que daba saltos por las ramas. La noche anterior, uno de los exploradores había sido devorado por un ocelote.
—Fray Diego. Venga acá —me llamó el capitán, a lo que acudí con presteza.
—Dígame. ¿En qué puedo serviros?
—Vuelva a preguntarle al indio. Adviértale que si nos lleva con las amazonas lo haré colgar.
Asentí. Los soldados guardaron reposo quitándose las botas. Muchos de ellos tenían los dedos negros: los perderían dentro de poco. Me dirigí al final de la caravana donde llevaban a varios indígenas desnudos y encadenados. Me acerqué a aquel que había bautizado con el nombre de Benjamín. El ojo del pobre ya había sanado; sus muñecas estaban en carne viva por el roce de los grilletes.
Benjamín era el único que hablaba un poco de maya. Yo había aprendido un poco de la lengua con los nativos en la Nueva Valladolid. Así nos comunicábamos. Di al indígena un poco de agua que bebió con apuro. Los demás prisioneros lo miraron con envidia y expectación.
—Hijo mío —le dije en maya—. Nuestro noble señor quiere saber si vamos por el camino correcto.
—Sí —respondió—. Adelante. Por la hondonada. Hacia la laguna de la noche.
Los otros indígenas se mecieron nerviosos al escuchar el nombre del lugar. Yo temí lo peor.
—¿Hay peligros adelante, hijo mío? —le pregunté, acariciando sus cabellos lacios y húmedos. Benjamín sonrió y negó con la cabeza.
—Don Javier —grité. El capitán giró su caballo y se acercó a nosotros—. El indio dice que la laguna está bajando por la hondonada del frente. Asegura, de viva fe, que no hay peligro adelante.
Valdéz del Castillo lanzó un esputo y desenvainó el sable, con lo que los indígenas soltaron un respingo, temerosos. Puso la hoja del sable en el cuello del indígena. Benjamín lo miró con furia: brillaba un extraño fuego en sus ojos. El capitán volvió a envainar el sable y ordenó que nos pusiéramos de nuevo en camino.
A mediodía habíamos llegado a la orilla de la laguna.
Los exploradores tiraron las armas y se dejaron caer pesadamente en tierra. Algunos recogieron agua en sus cascos y, después de revisarla, se lavaron el rostro o bebieron. Nadie metía la cara en el agua por experiencias previas. Oficié una oración de agradecimiento.
—¿Es esta la laguna de los sacrificios, fray Diego?
—Así lo afirman los indios.
—Aquí no hay un carajo de oro o de magia. Más vale que la leyenda sea cierta —gruñó el capitán mientras oteaba el espejo verde de agua. Luego gritó—: Acamparemos aquí, hagan un guiso. Alístense.
Durante dos días acampamos al lado de la laguna, esperando el solsticio. Por la noche una bruma extraña se elevaba desde las aguas. Al amanecer de la primera noche faltaban hombres, por lo menos cinco. También caballos. La segunda noche, un chapoteo misterioso me despertó; en la mañana quedábamos menos de la mitad de los que habíamos llegado. Incluso faltaban indígenas: había sangre en las cadenas.
—Nos has traído a una trampa, marrano asqueroso —rugió el capitán mientras azotaba a Benjamín con una vara. Poco faltó para que lo matara a golpes si no es porque intervengo, cubriéndolo con mi propio cuerpo. El capitán se cansó de mis palabras sobre la bondad cristiana y se alejó.
Los hombres querían marcharse pero, al terminar los preparativos, faltaban pocas horas para el atardecer: entrar en luna nueva a la selva significaba una muerte segura. Todo mundo decidió no dormir y emprender el regreso a la mañana siguiente; el fuego se mantendría vivo toda la noche.
Limpié las heridas de Benjamín con un lienzo.
—Hijo mío. ¿Es una trampa? ¿Acaso los bracamoros se roban a nuestros guerreros por la noche?
Benjamín soltó una sonora y siniestra carcajada.
—No. Él es más viejo que cualquier hombre. Es más viejo que los huesos de la tierra. Es más viejo que tu dios —me dijo, mientras aún escurría sangre de las comisuras de su boca. Lo abofeteé instintivamente, por blasfemo. Me aparté de él, avergonzado, y fui a sentarme junto al fuego mientras contemplaba las aguas negras de la laguna y recitaba mentalmente una oración de arrepentimiento.
No sé cuándo me quedé dormido, pero me despertó el alboroto en el campamento. Un viento sobrenatural apagó los rescoldos de la fogata y las antorchas.
Distinguí, con lo poco que podía observar del brillo de las brasas, que en mitad del campamento se erguía una criatura del infierno. Era tan alta como hombre y medio; una quimera, un híbrido que era en igual proporción de los seres de la tierra y los seres del agua. Los soldados le hacían frente pero él los levantaba sobre su cabeza y los partía en dos como si fueran sacos de tripas.
Llevé mi mano instintivamente al crucifijo. El capitán logró dar un tajo y una estocada que evidentemente hicieron mella en el monstruo. La abjuración lo tomó por el cuello con ambas manos y, de una tarascada, le devoró el rostro.
Después de ello se dirigió a mí. Yo estaba petrificado por el miedo. Su pestilencia a sangre y pescado podrido me inundó mientras me tomaba por una pierna y me arrastraba por encima de la fogata hacia el borde de la laguna.
Intenté encomendarme a la virgen, pero había olvidado mi fe por completo. Gritaba mientras el agua me entraba por la garganta. Justo antes de hundirme en la oscuridad escuché la risa de Benjamín, que aún estaba encadenado al árbol donde lo había dejado.
Apenas alcanzaba a verlo; especialmente ese fulgor extraño que brillaba en sus ojos.