Daniel M. Olivera
Para Viridiana de Santiago
Desde el proscenio estaba ella como si los desafiara con la mirada. El comprador anónimo, desde Moscú, ofreció dos punto cuatro millones de euros. Sus muslos tersos, su sexo abierto incitante, sus cuernos. Él deseaba poseerla más que a nada en el mundo.
Otro comprador más, posiblemente francés, aumentó a dos punto seis. Ella era pornográfica y extraña; el cuadro encajaría muy bien en su colección de extravagancias. Hiroyuki levantó la paleta: dos punto ocho millones de euros. Un murmullo se levantó en Sotheby’s. Él apretó los puños; nadie ofreció más.
–Vendido al número cuatrocientos cincuenta y cinco. Felicidades. Ahora continuemos con el lote número ciento once…
Durante el coctel, varias veces se preguntó si valía la pena, si no había gastado una cantidad ridícula de dinero. Este era el cuadro por el que más había pagado en toda su vida. Deambulaba por el salón con la copa de vino que apenas había tocado.
—Es magnífica, ¿sabe?
—¿Disculpe? —Frente a él había un hombre con la cabeza rapada. Vestía un traje de buena costura pero su rostro tenía algo que lo hacía parecer vulgar. Su mirada era intensa, casi fanática, como si estuviera en trance. Hiroyuki desvió la mirada hacia el vino.
—La pintura. Es magnifica; un ejemplar excelente. La mujer violeta, de Austin Spare. Qué buen ejemplar ha comprado usted hoy.
—Oh. Gracias.
—Ah, discúlpeme. Mi nombre es Alphonse. Alphonse Crowley. —Extendió una mano que Hiroyuki tomó y soltó inmediatamente por una cierta sensación de repulsión al toque de ese hombre.
—Sato, Hiroyuki. —Un mesero pasó ofreciendo caviar: ambos lo rechazaron.
—Señor… Hiroyuki. ¿Lo he pronunciado bien? Austin Osman Spare es uno de mis dibujantes y pintores favoritos. Era un ocultista, ¿sabe? Cada cuadro, inmerso en el simbolismo, es en sí un signo complejo de lo oculto. Casi un ritual o un manual. Algunos consideran que sus pinturas son una especie de puerta. ¿Entiende lo que le digo?
El aliento del hombre, tibio y avinagrado, le inundó el olfato. Hiroyuki se mantuvo estático, como una estatua en mitad de la galería donde se realizaba el coctel. Ambos hombres se miraron a los ojos unos segundos. Se escuchaban risas, el tintinear de las copas, el murmullo del aire acondicionado. En efecto, todo eso Hiroyuki lo sabía por completo. Había estado buscando esa pintura a lo largo de cinco años. Sabía qué significaba cada detalle, cada símbolo: podría haber escrito un libro al respecto.
—Sí. Lo entiendo.
—Estoy dispuesto a pagar el doble por la pintura si es que, en algún momento, desea deshacerse de ella. He aquí mi tarjeta. No. No pienso que llegue a esa conclusión ahora mismo. Piénselo detenidamente. Retenga mi número por si es necesario.
Kaah-vel se encuentra en mitad del desierto, a dos leguas de camino desde la última ciudad poblada por humanos. En ese punto comienzan las arenas negras que no son sino diminutos y afilados cristales de obsidiana. Cuando una tormenta se levanta, es fácil perder la vista o sufrir terribles laceraciones en la piel.
A pesar que es un desierto y que las temperaturas son suficientes para reblandecer el acero, el sol nunca brilla sobre Kaah-vel. Es una noche continua, un eclipse de mil años. El sol, o aquello que podemos reconocer como el sol, se mantiene estático, perfectamente alineado con la torre principal. Parece una luna menguante; parece una sonrisa eterna, siniestra, que se burla del viajero que llega a la ciudad.
La muralla es un octágono perfecto. Sesenta y cuatro codos mide cada muro. Los bloques fueron pulidos y ensamblados de manera que es difícil notar la forma de cada uno de ellos. Está hecha para ser disfrutada con el tacto.
Banderines rojos ondean en las torres de vigilancia. Al norte existe una única puerta de acceso, la cual está flanqueada por dos esfinges que elevan sus alas amenazadoramente. En el portón, dos guardianes colosales se encuentran siempre de pie, en la misma posición, en perfecta simetría. Ambos están encapuchados como verdugos. Tienen el torso desnudo, y aquellos que se han acercado lo suficiente han visto las terribles cicatrices que corren por su carne y los extraños tatuajes que cuentan la historia de Kaah-vel.
Las crónicas de la ciudad inician en los tatuajes del brazo del guardián de la izquierda, que porta un hacha aserrada, y terminan en la pierna encadenada del guardián de la derecha.
Hiroyuki colgó la pintura en su galería privada. No había encendido la luz ya que el fulgor de neón del rascacielos contiguo era suficiente para ver con claridad. Se dejó caer pesadamente en el sillón para observarla. A lo lejos se escuchaba algo de jazz, Sarah Vaughan, posiblemente del bar del primer piso, además del sonido bullicioso de Tokio.
La mujer violeta era la representación de un demonio femenino. Parecía estar sentada en un trono o en una silla muy elaborada. Miraba al espectador de frente, con ese curioso efecto óptico con el que parecía que los ojos del demonio lo siguieran a todas partes.
El fondo de la pintura era interesante en el sentido de que, al observarlo con detenimiento, el cerebro tardaba en entender su geometría. Era como si sus proporciones tuvieran algo erróneo, como la sensación que se tiene al ver un dibujo de Escher por primera vez.
Hiroyuki soltó un largo suspiro y luego se pasó un dedo por los labios. Todas sus otras pinturas parecían insignificantes o simples en comparación con su última adquisición. No sólo eso: la pintura había duplicado su valor después de que él la había comprado.
Tomó su teléfono móvil y con él encendió luces tenues en su departamento. La pintura era demasiado pornográfica pero Hiroyuki vivía completamente solo y no parecía que esa situación fuera a cambiar en algún momento. Con el teléfono abrió la cava y se sirvió un poco de whisky.
Mientras vaciaba el contenido de la botella en un old fashion, sintió un extraño escalofrío. Miró de nuevo La mujer violeta. Él sabía que las personas decían sentirse observadas por la pintura, y justo en ese momento, lo había experimentado.
Soltó una pequeña risa y negó con la cabeza: era un tonto. Mientras regresaba al sillón, recordó antiguas leyendas de su nueva pintura. Sabía que existía el rumor de que Austin Osman Spare había machacado el humor vítreo de un par de ojos humanos y lo había integrado a los óleos. Según esa historia, eso era lo que provocaba su extrañeza óptica. También sabía que no debían ser más que rumores, incitados por los vendedores de arte para inflar el precio de la obra.
Durante un largo rato estuvo sentado frente a la pintura, revisando desde su móvil los estados financieros de su compañía. En varias ocasiones volvió a sentirse ligeramente observado y cada una de esas veces la pintura estaba inmóvil, estática en la pared.
Debía cambiarla de lugar, tal vez mañana. Y así, mientras veía las fluctuaciones del mercado, fue quedándose dormido ante el demonio de la pintura.
Kaah-vel consiste en diez pequeñas plazas, más una que es la entrada. Las plazas están unidas por largas calles, cada una marcada con una letra del alfabeto hebreo. Siete plazas componen el pueblo; tres más están destinadas para el palacio. Cada plaza se encuentra rodeada por siete casas cuyas puertas están siempre cerradas.
Es una ciudad techada: nada se encuentra a la intemperie ni es posible ver el cielo desde sus calles. Es, en esencia, un laberinto en el que no parece vivir alma alguna.
Aun así, esto es sólo en apariencia. Las paredes del laberinto son de roca derretida y, por una extraña razón, recuerdan cuerpos desnudos, condenados, arrojados al infierno, deslizándose hacia el cielo. Es por ello que es difícil notar cuando una sombra, un espectro, camina en la oscuridad de la ciudad maldita.
A lo largo de cada calle, cada cierto número de pasos, hay un par de máscaras de porcelana empotradas en la pared. Estas, por un ingenio del viento, susurran mentiras, se ríen, recitan maldiciones, lloran y evocan recuerdos cada vez que un viajero pasa frente a ellas.
Esto es solo un método de distracción. Todo mundo sabe que las calles de Kaah-vel están plagadas de trampas mortales. Las trampas se van complejizando conforme se acerca uno al palacio: no matan a los intrusos pero destruyen el cuerpo, desgarran la carne y destrozan los miembros.
Las últimas trampas afectan directamente la mente de los viajeros: son discursos olvidados, paradojas, enigmas lógicos. Además, dicen que las trampas de las calles que circundan el palacio son sólo símbolos, tan poderosos que incitan a estados de locura permanente.
Algo flotaba sobre la cama de Hiroyuki: él lo supo apenas abrió los ojos. En la oscuridad algo nadaba en el aire, sin peso, casi a un metro de su cuerpo. Algo lo miraba intensamente desde el vacío, con un odio y una rabia que nunca había sentido.
A tientas buscó el teléfono móvil. Intentaba ser lo más lento y sigiloso ya que corría el riesgo de que cualquier movimiento brusco se interpretara como una razón para atacar. Con la suave luz de la pantalla alcanzó a distinguir un rostro justo antes de que todas las luces se encendieran, cegándolo momentáneamente.
Escuchó un batir de alas, pero cuando logró ponerse los anteojos estaba solo en la habitación. Al inicio atribuyó el incidente a un ave que de alguna manera se había metido en su departamento y a la que la luz había ahuyentado. Sin embargo, casi en todo momento del día sentía una mirada extraña que se dirigía justo a su nuca, y cuando volteaba no encontraba a nadie.
Al bañarse tenía la sensación de que una mano o algo intentaba pescarlo de los hombros sin éxito. En la sala de juntas escuchaba un murmullo imperceptible, como si alguien le recitara en voz baja muy cerca del oído. Cuando se sentaba a leer, tenía la terrible sensación de que algo quería acariciarle la espina dorsal para luego ahogarlo.
La torre es el único punto sobresaliente de la ciudad; su base piramidal es el palacio. Según se sabe, su altura puede ser infinita aunque otros dicen que, en lo más alto, termina en varios soportes enclavados en la esfera de los astros celestes que evitan que se derrumbe. Lo único certero es que fue construida para resistir los ciclos universales del tiempo.
Se trata de una inmensa columna negra en mitad de la nada. Para subirla hay una escalinata en forma de doble hélice que se extiende hacia una altura colosal. Está ricamente decorada: cada milímetro está cubierto con letras rojas que cuentan cada una de las historias que se han narrado desde el inicio de los tiempos y comprenden todo lenguaje posible. El barandal de la escalinata está forrado en piel humana, oscura y curtida. Cada ocho escalones hay un nicho donde habitan pesadillas inconcebibles.
Cuanto más sube uno, la mente es la primera que comienza a ser perturbada. Se vuelve evidente cierto malestar en las proporciones del mundo físico; se dice que la torre es el único punto donde se puede acceder al mundo con la mente, sin mediar con los sentidos. Los lugares lejanos son cercanos y distantes al mismo tiempo, las líneas paralelas se curvan y se entrecruzan sin posible explicación. En algún momento se vuelve bastante difícil afirmar si se está subiendo o se está bajando por la torre. Es común tener la percepción de atravesar objetos o de estar mirando en siete direcciones diferentes, todas al mismo tiempo.
Los viajeros que logran llegar hasta acá pierden su propio lenguaje y los límites de su mundo. Es imposible explicar con palabras cualquier configuración espacial posible ya que el viajero es a la vez el espacio y el individuo.
Despertó, sobre la estufa de inducción, desnudo. Tomó uno de los recipientes de leche y orinó dentro de él con ardor. Era difícil sostener el recipiente sin el meñique que flotaba, plácidamente cercenado, en el interior de una botella de sake. Se dirigió a la pintura, la tomó con ambas manos y comenzó a lamerla hasta que la lengua le quedó rasposa y pastosa.
Hiroyuki tomó los restos del saco de su traje y se los puso sobre la espalda. Luego comenzó a correr por toda la habitación, simulando ser un ave o un vampiro.
Mientras corría notó que el reflejo en las ventanas de su departamento no era el suyo sino el del hombre calvo que había conocido en la subasta. Gruñó de forma inhumana y fue a refugiarse tras un sofá desde donde le lanzó uno de los proyectiles de orina. El hombre del otro lado del cristal soltó una carcajada y explotó en un millar de ojos humanos que rebotaron hasta Hiroyuki, quien se dejó caer en el piso riendo con carcajadas convulsivas hasta que pareció que iba a arrojar los pulmones de un sobresalto.
Acto seguido, corrió a trompicones hasta la puerta. Atisbó por la mirilla: todo estaba en orden. Regresó a la habitación y notó que la pintura aún lo miraba. En un momento de cordura tomó una manta sucia que estaba sobre la mesa, se envolvió en ella y fue a la tina del baño donde estuvo llorando amargamente, en posición fetal, toda la tarde.
En la torre se pueden encontrar varias puertas de entrada que suman tres al cubo al cubo. Cada una está resguardada por la estatua de un dios que con una mano arroja su ira sobre el mundo y con la otra llena a la humanidad con regalos de paz. Toda puerta conduce siempre al interior del palacio y al mismo sitio. El interior está cubierto en oro y carmín. Largas sedas corren de un lado a otro de las habitaciones, cubriendo apenas escenas nefastas. El palacio es al mismo tiempo un burdel y una cámara de tortura.
Por todos lados uno puede ver figuras no humanas en actos y posiciones que es difícil entender si son de placer, de dolor, o ambas. Cuerpos largos, segmentados; de sus cabezas surgen apéndices misteriosos que se agitan convulsivamente. Múltiples brazos, demasiado largos para la anatomía humana normal, se funden en el cuerpo del otro mientras que varios ojos, o posiblemente tumores, miran al visitante sin quitar la atención de su morbosa tarea.
En mitad de todo se alza un trono suspendido por infinitas cadenas. Como una araña se desliza hacia él la dama del dolor, la dama de las espinas. La mujer violeta, el puño de hierro, la reina en la torre de la herética ciudad de Kaah-vel.
La diosa reina, la reina bruja. Con un ademán de sus tensos dedos hace surgir cien esbirros de la nada. Copula con ellos y los devora mientras están húmedos. Doce figuras deformes anotan todo en tablillas de arcilla negra: son sus apóstoles, sus narradores.
Hiroyuki cayó de rodillas ante el trono. Entre sus muslos escurría sangre y las heridas de su espalda, en carne viva, latían y sangraban. Se miró las manos y comenzó a llorar lo más fuerte que pudo. Escuchó el tintineo de cientos de cadenas como si fuera el murmullo de una multitud. Alzó la mirada: entre las sedas, el carmín y el oro, doce enanos deformes anotaban con un cuchillo algunos trazos en suaves tablillas de arcilla oscura. Algo cayó y se colocó frente a él. Conocía esas piernas, conocía ese sexo, conocía esos tatuajes misteriosos. La reina, gigantesca, estaba justo delante suyo.
La mujer violeta tomó a Hiroyuki del cráneo con una sola mano y lo levantó a varios metros del piso. Allí estaba ella, lo miraba fijamente como muchas otras veces antes lo había hecho. La reina de Kaah-vel comenzó a lamer el rostro del coleccionista de arte, provocándole heridas que dolían como si lo estuviera cortando con una hoja de papel. El palacio de la ciudad prohibida se llenó de gemidos de placer y fervor mientras los habitantes se reunían a los pies de su reina y elevaban sus largos miembros hacia la ofrenda recién llegada. Los apóstoles se apresuraban a capturar en símbolos terribles la historia que estaba a punto de finalizar, y que sería grabada en la torre como había pasado infinitas veces.
Hiroyuki, mansamente, dejó que la mujer violeta le arrancara largas tiras de piel que dejaba caer sobre sus esbirros que chillaban con frenesí. Por un segundo se preguntó cuántas veces se había repetido ese evento. Para él estaba todo perdido, era el final. Lo que tristemente no sabía era que este, en realidad, constituía el inicio de su suplicio.