Daniel M. Olivera
"¡Salid, oh niños, de debajo de las estrellas y henchíos de amor!"
Aleister Crowley, Liber AL vel Legis
Para Hossanna Rodríguez
Siempre he pensado que Vic es raro, y aun así me gusta tal como es. Bueno, no puedo decir que sea una persona realmente rara; sólo sé que es muy diferente a los otros que viven en mi edificio. Vic no bebe cerveza, tampoco canta a viva voz en el estacionamiento para despertar a todos en la madrugada. Vic no escucha música a todo volumen como si deseara destrozar los oídos de todo el redondo mundo. Vic no ve el futbol, no duerme por las noches, no dice groserías, nunca se peina. Vic fuma a veces, pero eso se le puede perdonar a cualquiera.
Nadie hablaba con Vic. Sólo le dirigían la palabra cuando necesitaban su ayuda. Mi abuela era la única persona que entraba en su departamento. A veces ella me llevaba cuando le hacía una visita. Decía que necesitaba pedirle algo muy, pero muy importante, aunque nunca supe de qué se trataba. La casa de Vic siempre tenía las cortinas cerradas pero olía limpia y fresca. Únicamente estaba iluminada por un débil lazo de sol que entraba por la ventana y se plantaba en el piso con firmeza. Él agitaba las miles de estrellitas de polvo con la mano hasta que mi abuela las dispersaba al abrir la ventana por completo. Vic no dejaba que la luz entrara en su casa a menos que fuera absolutamente necesario. Creo que su casa contenía muchas cosas extrañas: modelos del universo hechos de bronce, armas que ya nadie usaba, frascos llenos de cosas muertas, dibujos feos y raros enmarcados en oro y muchos, muchísimos libros que reposaban amontonados por doquier. Cada vez que íbamos, él nos servía agua de fruta en unos vasos opacos. Fruta de verdad. Desde entonces me gustan más las fresas reales que las que existen en los sobres de polvo para hacer agua fresca. Me parecía que mi abuela intentaba quedar bien con él por alguna razón. Otras veces se le olvidaba el trato especial y comenzaba a hablarle como si fuera cualquiera de los que vivían en la unidad habitacional. La edad ya no ayudaba a mi abuela. Entonces comenzaba a hablarle de Dios y la vida después de la vida. Estas conversaciones me aburrían muchísimo, por lo que recorría la casa admirándola como si fuera un pequeño y extraño museo. Creo que a Vic no le interesaba lo que Dios pudiera hacer por él. Creo que a Dios tampoco le interesaba la vida de Vic ni la de cualquier otra persona. No entiendo cómo es que no se aburría mientras mi abuela no paraba de hablar. Él se portaba siempre muy bien con todo el mundo. Uno de esos días, mi abuela preguntó a Vic por qué no se había conseguido una muchacha bondadosa como novia. Él se sonrojó como jitomate y ocultó el rostro como una tortuga dentro de su bufanda. Yo me comencé a reír poquito, sin querer; él me miró con extrañeza, fijamente. Esa fue la última vez que la abuela me llevó a visitarlo.
Entre mis libros de cuentos encontré dibujos con personajes que se parecían a él. Personajes largos, largos, y siempre elegantes como si fuera un día de fiesta. Uno de los dibujos tenía la misma bufanda que Vic: un dulce de menta enredado en el cuello. Yo podía dibujar algo así. Me gustaba imaginar que él se había equivocado y había nacido en una época que no era la suya. Me recordaba un poco a los ancianos del edificio de junto que se reunían para jugar ajedrez y siempre se quejaban diciendo que las cosas “ya no eran las de antes”. Algún día conseguiré una de esas cosas de antes para ver si en verdad eran tan buenas.
Un día en la puerta del edificio estábamos jugando Natalia, mi muñeco Lolo, Marina y yo cuando lo vi salir. Corrí hacia mi caja de juguetes y saqué mi cuaderno de dibujos. —¿Ves? Este eres tú —le dije enseñándole su retrato. Entonces la delgada línea de sus labios se arqueó en una sonrisa y él me dio unas palmaditas en la cabeza. Natalia me dijo que a ella únicamente le palmean la cabeza cuando se porta muy bien. Todo ese día estuve pensando: “Vic piensa que me porto muy bien.” Desde entonces Vic me gusta mucho. Es mi novio pero aún no se lo digo.
Mi papá molestaba a Vic sin darse cuenta. Ponía a todo volumen la música que compraba en el tianguis. Cada vez que pasaba esto, Vic salía del edificio con un enorme libro bajo el brazo. Se sentaba en los columpios a leer en silencio. Vic es un niño todavía; uno de esos niños torpes que no hablan con nadie y les asusta estar solos. A veces quería ir a ver qué estaba haciendo pero siempre me gritaban: —¡Laura, métete y cierra la puerta, con un carajo! Mi papá y los señores tomaban cerveza y veían el futbol los fines de semana. Yo me aburría esos días. Vic se recostaba en el pasto para mirar el cielo. Los amigos de mi papá creían que Vic era una mala persona, pero ni siquiera lo intentaban ver por la ventana como lo hacía yo. Decían que Vic hacía cosas malas y que no debía aceptar ni comer lo que me ofreciera. Yo sabía bien de qué cosas me hablaban. También sabía que todo lo malo lo vendía un muchacho cerca del muro del edificio G. Vic no se acercaba a ese lugar; no se acercaba ni al vendedor del edificio G ni a ninguno de los vecinos. Les temía a todos al igual que todos le temían a él.
Vic parecía ser otra persona por las noches. Lo veía salir desde la resbaladilla hacia el estacionamiento como si fuera una sombra. No me podía explicar cómo es que llegaba hasta allí si no usaba la puerta del edificio. Me gustaba imaginar que existían puertas secretas y laberintos por toda la unidad habitacional que nadie conocía más que él. Vic caminaba de una manera extraña en la oscuridad: se deslizaba. Me recordaba a la perrita de Natalia cuando perseguía moscas y bichos. Muchas veces iba hacia el edificio de enfrente. Seguramente debía estar preocupado por los viejos que habían enfermado y ya casi no jugaban ajedrez. Se quedaba cerca del lugar donde ellos vivían, sólo observándolos.
Cierta vez él supo que yo lo veía desde la ventana. Volteó hacia mí y me miró largo rato, completamente quieto. Sus ojos abiertos, totalmente blancos. Brillaban como los de un gato. Sentí algo raro en ese momento: una sensación cálida y vacía en el estómago. Les dije a Natalia y a Marina que lo intentaran ver esa noche. Ninguna de las dos lo pudo ver; se quedaron dormidas. No pienso que sea extraño que Vic salga de noche, mi papá siempre lo hace y no vuelve hasta que el sol sale. Lo extraño fue la sensación que me quedó al ver sus ojos vacíos en mitad del patio de juegos. Soñaba mucho con Vic en esos días. Nos encontrábamos afuera, junto a la resbaladilla. No decíamos ni una sola palabra; tan sólo nos quedábamos sentados en una banca de piedra durante mucho tiempo. Él siempre jugaba con un collar que brillaba a la luz de la luna.
Una noche escuché ruidos en la sala de mi casa. Pensé que iba a encontrar a mamá como otras veces, llorando sola en la oscuridad. Incluso llegué a pensar que, de alguna manera, Vic se encontraba en el interior de mi casa. Pero no, allí había mucha gente. Mucha. Estaba mi familia, el señor de abajo que se roba lo que puede, la señora de arriba que usa vestidos de niña aun cuando está muy gorda como para usarlos, la viejita del otro edificio que colecciona gatos de plástico, el policía de la entrada que escupe, el muchacho que huele raro y vende cosas malas en el edificio G. Todos; todo el mundo se hallaba dentro de mi casa. Me acordé de la noche en que mi tía Nadia se había muerto. A ese velorio llegaron muchas personas que se dedicaron a hablar bajito y tomar un café muy amargo. Al escucharlos me di cuenta de que hablaban de Vic. Decían que era una persona mala y rara. Que seguramente ocultaba en su casa muchas cosas feas. Ya no lo querían en el edificio pero no sabían cómo hacer que se fuera de allí: Vic siempre pagaba a tiempo la renta. Iba a protestar en ese momento pero mi mamá me agarró fuerte de un brazo. —Son pláticas de adultos, vete a dormir —me dijo entre dientes y me mandó corriendo a mi cama.
Ese día volví a ver a Vic en mis sueños. Intenté advertirle acerca de lo que había escuchado. El problema era que en mis sueños yo no tenía ni boca ni labios. Él se quedaba quietecito sin darse cuenta de que yo saltaba y lo agitaba para llamar su atención. El collar resbalaba de sus dedos y, por accidente, se rompía en el piso. Él se quedaba viéndolo sin recogerlo y lo dejaba allí, tirado en el pasto. Abrí los ojos cuando el día aún estaba gris. Nadie se iba a fijar que salía de mi cuarto porque siempre lo hacía para ver las caricaturas del domingo en la mañana. Me vestí y agarré a mi muñeco Lolo para que no se fuera a sentir solo en la habitación. Salí de mi casa y fui a tocarle la puerta a Vic muy quedito porque me daba miedo que alguien más me fuera a escuchar. Abrió muy rápido; parecía que nunca dormía. Me sirvió panecitos de naranja y una taza de chocolate. Incluso sirvió una taza pequeñita para Lolo sin que yo se la pidiera. Le conté que querían echarlo del edificio aunque se me trabó la lengua varias veces. Él me escuchó sin decir “¡Cállate, Laura!” como hacen todos; Vic sabe escuchar, por eso me gusta tanto. Cuando terminé, él sonrió. Se reclinó en su silla y hundió el rostro más y más dentro de su bufanda. Pensé que se había quedado dormido. En un instante se levantó y me llevó a la puerta. Allí tocó mi frente de forma extraña con su pulgar, me dio unas palmaditas en la cabeza y cerró la puerta con cuidado. Cuando salí me sentí muy cansada y, al llegar a mi casa, me sorprendí al sentirme muy mareada. Era similar a la sensación que tenía cuando Natalia me daba vueltas muy rápido en el volantín: me dieron ganas de vomitar. Nunca me ha gustado vomitar, así que me aguanté recostándome en mi cama.
Desperté nuevamente cuando el sol ya había avanzado. Mi papá y mi mamá regresaban a la casa en ese momento. Al ir a verlos tenían la misma cara que ponen cuando abren los sobres que envía el banco. Hablaron un rato hasta que se acordaron que yo no había desayunado. No importaba mucho, ya que tenía en la panza el chocolate y el pan de la mañana. Poco a poco las personas que se habían reunido por la noche en mi casa iban llamando a la puerta y hablaban del departamento vacío de Vic. Nadie entendía qué había pasado. Al parecer se había marchado sin dejar rastro en una sola noche. Nadie había visto la mudanza. Yo no podía creerlo así que fui a ver, con cuidado para que nadie me viera al salir. Su casa era un inmenso cuarto blanco sin muebles. Incluso el papel de las paredes había desaparecido. Corrí por el lugar disfrutando del eco que producían mis tenis. Al tenderme en el piso entendí que Vic se había marchado y no lo vería más. Tuve ganas de llorar. Me di la vuelta y mi cara se enfrió al estar pegada al piso. Algo brillaba en una esquina; era el collar con el que Vic jugaba en mis sueños. Aún tenía la cadena rota. Dentro tenía un dibujo muy bonito: Vic se veía elegante con una cosa grande y blanca que le cubría todo el cuello. Tenía un bigote y una barba delgados, muy bien cortados, se veía tan raro. Tras él, en las sombras, algo se asomaba. Guardé el collar en mi bolsita del pecho con mucho cariño y me fui corriendo de allí antes de que alguien me viera. El asunto del departamento de Vic se olvidó rápido. Los viejos del ajedrez murieron ese mismo día. Quienes vivían en la unidad habitacional se vistieron de negro y se reunieron para beber y comer gratis. Por las noches saco el collar del cajón de calcetines y salgo en secreto de mi casa. Siempre me quedo cerca de la resbaladilla. Aún no sé si es un sueño pero Vic llega allí conmigo. Mis labios no desaparecen en esas ocasiones; espero besarlo de un momento a otro. Él habla conmigo y me cuenta secretos que no debo decir a nadie. A veces lo acompaño a los otros edificios a espiar por las ventanas. Siempre que llegamos la gente comienza a sentir mucho sueño y se marcha a dormir. Vic parece satisfecho por ello y sonríe. Varias veces hemos ido a ver a mi abuela; ella ha enfermado gravemente. Le he dibujado una tarjeta con los crayones para despedirme.
Hasta ahora yo soy la única persona que sabe dónde está Vic. Me ha dicho al oído que algún día seré la única persona que sabrá lo que él hace espiando por las ventanas por las noches. Incluso me dice que algún día yo ocuparé su lugar. Él me gusta y me siento rara cada vez que acerca su rostro para hablarme al oído. Algún día me iré con él, entonces por fin podré decirle que es mi novio. Sé que Vic puede parecerle raro a la gente, pero a mí me gusta tal como es.