Daniel M. Olivera
Para Sergio Hernández Roura
Los textos que se encuentran dentro de recopilaciones de leyendas negras y brujería suelen mencionar el pueblo negro no como una historia central, sino como un motivo casi literario; basta hacer una búsqueda rápida y el término aparece sin ningún problema. Sin embargo, su nombre pasa inadvertido ya que prácticamente nunca se usa para referirse a este grupo en concreto. En general se utiliza como un sinónimo de “endemoniados” o de “brujos”.
En la tesis de doctorado Mitos y leyendas de la zona central de México: un estudio antropológico de Roman Harris (1947) se indica que el término “pueblo negro” se utiliza en una forma que hace pensar que se trata de fantasmas o de seres “del otro lado del umbral”. Harris, en una breve nota, equipara este término con los Tuatha Dé Danann irlandeses y busca vasos comunicantes con el texto “El pueblo blanco” de Arthur Machen. Evidentemente, quienes han intentado seguir esta línea de investigación han fracasado (Thomson, 2014).
El pueblo negro no era un pueblo en el sentido estricto de la palabra; se trataba de un grupo de quince o veinte personas en un inicio. Posiblemente no hayan llegado al centenar. Era una secta, claro está.
Aunque su historia está cubierta de superstición, temor e interpretaciones fallidas de relatos orales de la región de Hidalgo, creo fervientemente que debió existir tal grupo debido a una serie de registros de algunas fuentes poco confiables. Sin ellas, la historia de este extraño grupo estaría completamente en el olvido.
El principal cronista de los hechos del pueblo negro fue el poeta hidalguense Javier Pinto, conocido por su amistad con Efrén Rebolledo —dado que ambos nacieron en Actopan— y la correspondencia que cruzó con José Juan Tablada, más que por obra literaria o su impacto en las letras mexicanas. De sus textos apenas se ha rescatado, aparte de sus ensayos y crónicas periodísticas, un pequeño soneto publicado en la Revista Moderna y un poemario casi olvidado de título Danzarín (Henríquez Ureña, 1961).
El estilo afectado de Pinto era calificado de afrancesado, gótico y demasiado influido por la literatura estadounidense, especialmente Edgar Allan Poe, lo cual no era ningún halago en esa época (Hernández Roura, 2015). Incluso la mayor parte de sus textos fueron, al inicio, atribuidos a Bernardo Couto Castillo. En sus crónicas utilizaba una prosa tan recargada que muchos pensaban que no eran más que delirios modernistas (Campos, 2015).
La segunda fuente que aporta evidencias para el rastreo del pueblo negro son, en sí, las actas judiciales elaboradas en el estado de Hidalgo a inicios del siglo xx. Debido a las condiciones en las que se guardó el material y los daños provocados por la Revolución Mexicana a los ayuntamientos, existen pocos documentos intactos y en ninguno se menciona directamente a este grupo.
En realidad, la mayoría de estas actas apuntan hacia la hacienda de Tepeloapa o Tepelapa donde vivía un cacique muy respetado y temido de la región al que todo mundo se refería como el Diablo Morales, que fue seguramente un contrabandista (Thomson, 2014). Al parecer, pocos procesos judiciales donde se involucraba a el Diablo tuvieron seguimiento y las denuncias se ocultaron bajo una pila de burocracia y dinero (que, como sabemos, es tradición en México).
Tanto de los textos de Javier Pinto como de las actas judiciales podemos rescatar algunos hechos comprobables.
Se sabe que los integrantes del pueblo negro eran en su mayoría ingleses o irlandeses, hijos de empresarios asentados en la región minera de Hidalgo, especialmente en Real del Monte. En sus inicios celebraban silenciosas ceremonias en la hacienda de Tepeloapa, donde todo mundo concluyó que se trataba de masones. No se habla mucho al respecto de su primera época más que acerca de algunas procesiones de personas que iban cubiertas de cabeza a pies por un capirote largo y puntiagudo, negro o carmesí, como penitentes de Semana Santa.
Nadie había prestado mucha atención a este grupo hasta que los pobladores comenzaron a tomar los caminos circundantes como altamente peligrosos donde ocurrían desapariciones. Es especialmente popular un cruce de caminos conocido como La Zarza, el cual he marcado en el mapa del Apéndice B. En este lugar hubo una serie de asesinatos bastante graves que se adjudicaban a una banda de salteadores de caminos de la región.
Después de la captura de los criminales aún aparecían cadáveres abandonados en La Zarza. Hay dos casos notables. Uno en febrero de 1895, con un hombre conocido popularmente como don Demeterio que tenía marcas como si lo hubieran arrastrado durante kilómetros. Sus rodillas y estómago estaban completamente destrozados, llenos de tierra y arena incrustada; sin embargo, no había marcas ni restos de su arrastre en ninguno de los caminos. Sus dedos estaban rígidos, como una garra, y varias de sus uñas se habían desprendido como si hubiera estado colgado de algo. Su rostro estaba contraído en una mueca que uno de los testigos describió “como si hubiera muerto al contemplar un demonio”. Se supuso que había sido un accidente automovilístico —de los primeros en el país— donde Demeterio habría sido arrastrado por un carro sin que nadie se diera cuenta.
El segundo caso sucedió en junio del mismo año. Unas gemelas de doce años habían desaparecido. Cuando se armó una brigada para buscarlas, encontraron sus cuerpos justo a medio camino en el triángulo que crean La Zarza, la hacienda de Tepeloapa y la mina de La Purísima. Estaban sobre una roca enorme y plana, circundada a cien metros por formaciones de piedra similares a las que se encuentran en el parque Piedras Encimadas.
Las niñas estaban desnudas y a cada una le habían cortado un par de extremidades: una pierna y un brazo del mismo lado del cuerpo. A una gemela le habían mutilado el lado derecho y a la otra el izquierdo. Habían acomodado los trozos de manera que “formaban un círculo”, aunque esto no se pudo corroborar ya que movieron y cubrieron los cadáveres cuando llegaron las autoridades.
A pesar de ello, como los sospechosos estaban en prisión o muertos, los crímenes en este lugar fueron clasificados como “accidentes” o “crímenes pasionales” y se les dio carpetazo.
En el último par de años del siglo xix algo provocó que el pueblo negro comenzara a reunirse en el tiro de mina que se conocía como La Purísima. Javier Pinto relata que las procesiones de figuras enmascaradas comenzaron a ser más frecuentes y numerosas. Muchas de ellas salían de Real del Monte y otros pueblos de Hidalgo para llegar hasta La Purísima, generalmente durante la luna nueva (Thomson, 2014). Pinto describía así la imagen de los encapuchados: “[…]cual cubierto de noche, de alas de murciélago, avanzaba ese sobrecogimiento del corazón, reptando por el llano. ¡Cuánta degradación! ¡Cuánto espanto! Cientos de nocturnos capirotes apuntaban al cielo sin que ningún argénteo rayo de luna deshiciera el sortilegio del que estábamos presos los testigos. Aunque en silencio, un diáfano e íntimo canto elevaban los penitentes de tanto en tanto.”
Pinto también recopila lo que los pobladores cercanos le contaban acerca de los hechos que comenzaron a ocurrir en ese tiro de mina. Según las fuentes orales, en La Purísima sucedían orgías, raptaban niñas y las empalaban o las despellejaban para dejarlas vivas durante días en sufrimiento, se realizaban extrañas invocaciones y actos de canibalismo, había danzas de mujeres que se lanzaban con frenesí hacia enormes piras, personas en trance que salían de la mina y flotaban suavemente a varios metros del suelo. Algunos intentaron entrar en la mina, pero pocos volvieron. De aquellos que regresaban se decía que tenían una mirada “de iluminados y endemoniados” pero sin la facultad de relatar aquello que habían visto.
Hacia agosto de 1901 hubo un accidente fatal que resonó en la diminuta prensa local durante una semana (Thomson, 2014). Cuando el pueblo negro celebraba una de sus reuniones, el techo de la mina colapsó aplastando a algunos y dejando encerrados a otros. Pinto sugiere, de forma velada, que “algo” emergió desde las tinieblas de la mina, devastando todo a su paso, y ello fue lo que provocó la tragedia.
Las notas hemerográficas de esa fecha sugieren que debió tratarse de una explosión de gas al interior de la mina, ya que prácticamente al mismo tiempo la hacienda de Tepeloapa estalló en llamas de inusuales colores verde y violeta.
Las notas periodísticas indican que los dos accidentes ocurridos en la misma noche en puntos separados crearon una confusión tal que hizo imposible el rescate en alguno de los siniestros. Javier Pinto sugiere que, en realidad, los pobladores se reunieron en ambas locaciones pero no emprendieron un rescate sino que se maravillaron con el sufrimiento de aquellos en el interior del accidente. Pinto insinúa incluso que, cuando alguno lograba escapar de las rocas o las llamas, las personas les disparaban o los regresaban a golpes al lugar de donde habían surgido.
Tanto la mina como la hacienda aún figuraban en los mapas de la región hasta que, después de la Revolución, dejaron de marcarse. Aun así, algunos mapas durante el gobierno de Lázaro Cárdenas llegaban a marcar esos lugares por estar basados en mapas antiguos que ya no tenían relación con la realidad (Zamora-Sánchez, 2011). Aún es posible ir al lugar geográfico donde estaba asentada la ex hacienda de Tepeloapa sólo para encontrar restos de vigas y los cimientos de paredes derrumbadas.
Los caminos que llevaban desde Real del Monte hasta ese punto ya no existen y están totalmente cubiertos de maleza. Buena parte de esa región comenzó a despoblarse con los continuos conflictos que ocurrieron durante la Revolución. Después, muchas personas migraron a Pachuca, la Ciudad de México o Estados Unidos, con lo que la historia derivó en leyenda y de allí en olvido.
En este punto sólo puedo decir que no hay datos concluyentes acerca de la existencia real de esta historia. Sería aventurado basarse por entero en las crónicas de Pinto ya que no tienen correferente con otras crónicas y notas periodísticas. Es difícil determinar si la leyenda del “pueblo negro” tuvo componentes de verdad o si solo fue un artificio literario, argüido por Pinto y un grupo de escritores de la época, que lograron enlazar una serie de hechos reales con nada mas que una ficción grotesca, oscura y salvaje.