Daniel M. Olivera
Lo grotesco, como término, surgió en el siglo xv durante el Renacimiento, luego de que se descubriera el Domus Aurea –la Casa de Oro–: un hermoso palacio de la antigua Roma. Durante los incendios provocados por la locura de Nerón, el palacio fue reducido a cenizas y olvidado por completo. La Casa de Oro se encontraba hundida, sumergida bajo tierra, dormida en completa oscuridad hasta que los renacentistas, por fruto del azar, la desvelaron.
El impacto que tuvo este palacio en las personas del siglo xv fue notable: la Casa de Oro les causaba horror y animadversión. Entre las ruinas del palacio se encontró una galería de mosaicos y pinturas de animales fantásticos, seres mitológicos, escenas obscenas e imágenes satíricas. Estos dibujos no representaban nada, no referían a un significado como indicaban los cánones de la época; los cuerpos presentados no estaban proporcionados geométricamente tal y como era el ideal del Renacimiento. Estas razones causaban animadversión en los intelectuales de la época: los consideraban grotescos.
Lo grotesco es, entonces, aquello que uno encuentra “en el interior de la gruta”. Lo grotesco no está enfocado en la cueva en sí sino en su contenido; no es su oscuridad sino aquello que se nos revela deformado por la falta de luz. Lo grotesco es aquello que está recubierto de oscuridad y, por tanto, es de naturaleza nocturna. Es el terror que repta y acecha dentro de la gruta y que, cuando es hallado, maravilla y asusta.
Es difícil determinar los elementos que componen al grotesco debido a su volatilidad. Lo grotesco contiene lo monstruoso y lo asimétrico, lo maravilloso y lo excéntrico, lo deforme y lo informe, lo fantástico y lo horrible, lo satánico y lo gótico, lo disgustado y lo maravilloso, lo feo y lo misterioso.
Lo grotesco, entonces, no se opone a lo bello sino a lo pulido; y, al no haber oposición con lo bello, lo grotesco tiene una belleza intrínseca y sui generis. Tal categoría, lo pulido, se ha convertido en la máxima virtud estética de nuestros días. El plástico, los cuerpos sin vello, el iPhone, el acero inoxidable, son muestras de lo pulido. Sin embargo, al ser vacuo y superficial, lo pulido oculta horrores en su interior: la esclavitud en fábricas de condiciones terribles y la enajenación insensata que provoca comprar, por ejemplo, un producto marca Apple bello, limpio y perfectamente bien diseñado.
Por tanto, la mejor imagen de la oposición entre pulido y grotesco son los pies de las bailarinas de ballet. Una excelente bailarina tiene los pies deformados, llenos de juanetes, ampollas y asperezas y le huelen mal. Dichos pies se encuentran recubiertos de satín, suaves medias y listones. Sin embargo, esos pies son las herramientas con las que las bailarinas crean actos de belleza sublime. Lo grotesco prefiere los pies deformes porque son fruto del trabajo en la creación de belleza.
Lo grotesco es el viaje más allá de la superficie para mostrar la belleza que se oculta “dentro de la gruta”. Lo grotesco puede ser tan bello y sublime como lo pulido; sólo cambia su grado de profundidad y oscuridad.
La postura para la literatura grotesca consiste en evitar las “bellas letras”, tanto en su forma como en su contenido, para crear una literatura “oxidada, con pelos, sucia y deforme”. Consiste en un acto literario de desobediencia que se opone a la idea de una literatura suave y perfecta.
Escribir grotesco se opone a la flacidez y la compostura, a elaborar textos según los dictados de la academia. Es una literatura callejera, urbana y sucia que se ha liberado de los herméticos salones de madera pulida de las universidades. Prefiere al punk antes que al académico vestido con casimir y diccionarios. Es una literatura rota, incompleta y corporal. Es una literatura marginal mas no marginada. Es fantástica, ya que eso incrementa el efecto grotesco; va en contra de la idea de que la novela realista es la única literatura posible.
No es un subgénero sino una categoría y, por ello, se puede presentar bajo mil rostros. Se revela en forma de terror, de nueva carne, de realismo sucio. El grotesco es, entonces, una literatura pervertida para una sociedad pervertida.